CUBANET .INDEPENDIENTE

10 de mayo, 2001


La Traviata

Ramón Díaz-Marzo

LA HABANA, mayo - El viernes 4 de mayo hice lo mismo que Robinson Crusoe cuando después que naufragó comprendió que, al salvar la vida y recuperar algunos artículos del barco encallado, su situación no era tan desgraciada. Porque una vida desarrollada durante 40 años bajo la tutela de un Estado policiaco, también es naufragio.

Días antes hice mentalmente una lista de las cosas buenas y las malas, y el primer descubrimiento fue confirmar que las cosas malas siempre han estado garantizadas, pero las buenas...

Hacía más de veintitantos años que no asistía al teatro, por una actitud psicológica de rechazo político. Pero hacía días que por Radio Musical Nacional (CMBF) anunciaban la puesta en escena de la ópera "La Traviata" de Giuseppe Verdi.

Si digo que soy amante de la ópera, que he disfrutado de las más famosas a través de videocassetes y que viviendo a sólo doscientos metros del Gran Teatro de La Habana jamás he asistido para verla en vivo, nadie me creerá.

¿Algunos de mis lectores sabrán lo que significa asistir a la ópera? Por supuesto. Y aunque no pueda expresar con vanidad: ¡Asistí a la Opera de París!, sí escribo que ese viernes maravilloso de mayo, acompañado por una señora de 81 años, fiel amiga mía en momentos tristes, cogidos del brazo como dos enamorados, ascendimos la marmórea escalera principal y me sentí soberanamente orgulloso.

Fuimos a la ópera con el mejor atuendo que encontramos en nuestros respectivos guardarropas. Y aunque por mi parte no fui de cuello y corbata, me sentí un caballero de los que Balzac retrató en Ilusiones Perdidas. Por supuesto, yo no era Lucien Rubempré, ni mi amiga madame de Bargeton. Y tampoco tuvimos que enfrentarnos al sabio du Chatelet, ni batirme a muerte con puñales y espadas de palabras contra una camada de asesinos intelectuales como los monsieurs de Marsay, Vandenesse, Montriveau y Canalis. Pero sí tuvimos que enfrentarnos a las amables veladoras que, en la penumbra con linternas sin bombillos, nos guiaban hasta las butacas numeradas, y con extranjeros que irrumpían cuando ya había comenzado la función, con sus "jineteras" de zapatos con tacones como agujas de coser percutiendo en las escaleras sin alfombras, hablando en voz alta, riéndose y que seguramente son personas que en sus respectivos países jamás se gastarán 200 dólares para asistir a la ópera de sus teatros.

Todos los habitantes de la Casa de Vecindad, en Obispo 521, se congregaron en la puerta a las 7:50 p.m. con diversos pretextos. Nos vieron salir, a Pilar y a mí, caminando lentamente rumbo al teatro por la acera de la Manzana de Gómez y el Parque Central.

Durante las tres largas horas que duró el espectáculo, en los entreactos, Pilar me comentaba:

- Ya deben haberme cortado varios trajes mis "buenos" vecinos.

- Y también es posible -le dije- que cuando regresemos, la Sra. X (que es su vecina y también tiene 81 años) te esté esperando en la puerta del solar escandalizada por tu atrevimiento de haber roto con la rutina de cada día.

- Es increíble cómo los cubanos -dijo Pilar- desaprovechan la oportunidad de un espectáculo tan grandioso como la ópera, a la que se puede asistir por el módico precio de cinco pesos (0.25 dólar).

- Podrían existir varias respuestas -dije yo- pero ahora sólo se me ocurre una: la sensibilidad de los seres humanos ni nace ni se desarrolla por decreto de Estado.

Esta idea de llevar a la señora Pilar, viuda de Armando Miquelis, a la Opera, quizás fue el deseo inconsciente de haber querido llevar al teatro a mi propia madre como regalo por el Día de las Madres. Pero no me pregunten por qué no puedo llevar a mi madre al teatro. Esa respuesta costaría una de las muchas novelas que están por escribirse en una Cuba sufrida que, en los próximos años, necesitará un ejército de escritores al servicio de la realidad.


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