Carlos Alberto Montaner. ABC,
mayo 6, 2001
«Estoy muy avergonzada», le dijo en Madrid una diplomática
cubana a un colega latinoamericano. Se refería a la conmemoración
del 1 de mayo en La Habana, donde Castro había desfilado junto a unos muñecones
ridículos que representaban a los presidentes Fernando de la Rúa,
de Argentina, Jorge Batlle, de Uruguay, Alfonso Portillo de Guatemala y Miguel Ángel
Rodríguez de Costa Rica.
Eran los cuatro mandatarios cuyos países, muy legítimamente,
guiados por los informes de Amnistía Internacional y de otras
instituciones respetables, habían votado afirmativamente en Ginebra a la
propuesta checa de que se investigaran las presuntas violaciones de los derechos
humanos ocurridas en la Isla. Finalmente, gracias a esos votos latinoamericanos,
sumados a los de las democracias europeas, Estados Unidos y Canadá, la
moción fue aprobada.
El lenguaje de Castro fue una repetición del catálogo de
insultos típicos de la propaganda comunista anterior a la desaparición
del Muro de Berlín: «lamebotas de los yanquis», «cipayos
del imperialismo», «pigmeos morales» y otras lindezas. ¿Por
qué este espasmo estalinista del Comandante? Hay varias razones.
La primera, es que él se había puesto al frente de la
diplomacia cubana y le había asegurado a la cúpula dirigente que
en esta oportunidad su gobierno no iba a ser condenado.
Para Castro (como muy divertido dice en La Habana el ex canciller cubano
Roberto Robaina a todo el que quiera oírlo) ésta es una humillante
derrota personal. El segundo motivo tiene que ver con la geriatría.
La salud mental de Castro se deteriora día a día. Sus graves
problemas vasculares inciden claramente en el riego sanguíneo de su
cerebro. Por eso las pausas, las equivocaciones, los disparates y las súbitas
«ausencias». Es un caso evidente de demencia senil progresiva.
De loco político se va convirtiendo en loco biológico. La
tercera causa es ya muy personal: aunque los mayores insultos se los llevó
De la Rúa, el enemigo mayor es el costarricense Miguel Ángel Rodríguez.Paso
a explicarlo. Costa Rica es la irritante prueba de que en América Latina
resulta perfectamente posible dotar a toda la población de sistemas
razonables de instrucción y de sanidad públicas sin necesidad de
establecer una dictadura de palo y tentetieso.
Mientras los costarricenses hicieron su revolución en 1948 e
inmediatamente liquidaron el ejército y convirtieron los cuarteles en
escuelas (como le recordó Rodríguez a Castro), los cubanos, diez años
más tarde, tomaron el camino contrario: militarizaron el país de
una punta a la otra, incluidos los niños y adolescentes. ¿Resultado?
En 1959 el per cápita anual de los cubanos era un treinta por ciento
mayor que el de los costarricenses.
Cuarenta y dos años más tarde, Costa Rica, con cinco mil
quinientos dólares, casi cuadruplica los raquíticos mil quinientos
de Cuba. A lo que se suma otro dato absolutamente aplastante: mientras hoy el
veinte por ciento de los cubanos vive en el exilio huyendo de la persecución
o de la hambruna, o de ambas, en Costa Rica sucede a exactamente a la inversa:
el veinte por ciento de su población está constituida por
inmigrantes, la mayoría nicaragüenses, pero entre los que no faltan
unos cuantos millares de cubanos.
Por si fueran pocas estas diferencias, la animadversión de Castro
contra Costa Rica aumenta por otras dos razones muy peculiares. Él sabe
(incluso, lo insinuó lleno de rencor) que el pueblo costarricense, de
acuerdo con todas las encuestas, exhibe un rasgo casi único en el mundo:
no padece la menor dosis de antiamericanismo.
Por el contrario: siente que comparte con Estados Unidos ciertos valores
democráticos y entiende que le beneficia mucho más una relación
con Washington basada en la cooperación que en la hostilidad. De manera
que el rincón de América Latina donde la cruzada antiamericana de
Castro ha fracasado más estrepitosamente es ése: Costa Rica. Nadie
le hace el menor caso. Se burlan de él y lo toman a broma. A lo que se
agrega la mala química que lo separa de Miguel Ángel Rodríguez.
El costarricense es un democristiano sereno y prudente, con un doctorado en
Economía otorgado por la Universidad de California, tras presentar una
notable tesis sobre Hayek (un amuleto contra cualquier locura populista),
convencido de las virtudes del mercado, del Estado de Derecho, de la democracia
representativa y de la cooperación con Occidente para sacar a los países
del subdesarrollo. Es decir, la antítesis exacta de lo que es y de lo que
cree el Comandante.
Según todos los síntomas, las danzas guerreras de Castro
contra los otros presidentes de América Latina van a aumentar de
intensidad y frecuencia. Esto sucederá en la medida en que se desarrolle
la campaña contra el ALCA emprendida desde La Habana como parte de la
estrategia de mantener a los cubanos permanentemente embarcados en alguna
cruzada revolucionaria que les impida examinar la desastrosa situación
del país. El problema es que en noviembre, durante la Cumbre
Iberoamericana de Lima, será más incómodo que nunca
compartir la mesa y la tribuna con un colega dedicado a injuriar a la mitad de
los participantes. ¿No sería más sensato indicarle a Castro
que resultaría preferible que permaneciese en la Isla sometido a grandes
dosis de tila y meprobamato?
En realidad no es buena idea que los locos abandonen los manicomios.
Especialmente cuando están en fase agresiva. |