Plinio Apuleyo Mendoza. Publicado el lunes, 7 de mayo de
2001 en El Nuevo Herald
El juez español Baltasar Garzón debe estar fatigado de
escuchar siempre la misma pregunta. Donde quiera que vaya, nunca falta un
periodista travieso que desearía saber si él, Garzón, sería
capaz de hacer con Fidel Castro lo mismo que hizo con Pinochet. Finalmente, el
ex dictador chileno y el dictador cubano, pese a sus abismales diferencias ideológicas,
cargan a cuestas los mismos pecados.
Garzón es siempre muy ambiguo en sus respuestas. Se ve que, habiendo
padecido el régimen de Franco, tiene ojos muy alertas para juzgar los crímenes
de la derecha, pero es miope para ver los de un régimen de izquierda. Así
que cuando un reportero del periódico dominicano Listín Diario le
preguntó: "¿Se atrevería usted a enviar a prisión
a Fidel Castro?, Garzón, de ordinario tan decidido cuando se trata de
militares chilenos o argentinos, se salió por la tangente explicando que "las
normas internacionales no pueden proceder contra jefes de estado que están
activos''. Su única travesura fue la de recordar que, a raíz de la
detención de Pinochet, realizada a petición suya, Castro recortó
su visita a España y emprendió un rápido regreso a Cuba.
Ahora el juez español debe haberse quedado con la boca abierta viendo
que su inofensiva alusión ha producido una torrencial diatriba por parte
del barbudo líder cubano, contenida en una carta dirigida a Miguel
Franjul, director del periódico dominicano.
Casualmente me encontraba en Santo Domingo, disfrutando de una grata visión
del Caribe a primera hora de la mañana, cuando cayó a mis manos el
ejemplar de Listín Diario con dicha carta y, en su primera plana, una
furibunda foto de Fidel y un título, desplegado a todo lo ancho, con su
amenazadora advertencia: "Si me llegan a detener, habrá combate''.
Mejor dicho, bala. No en vano Castro anda, donde quiera que vaya, con
cocineros que prueban su comida y con una constelación de miembros de la
Seguridad de Estado, bien armados, que miran al trasluz las hojas de vida de los
periodistas para no darles paso en las ruedas de prensa sino a los
incondicionales, husmean cestas y ceniceros, palpan paredes y levantan hasta la
tapa de los excusados en busca de bombas o micrófonos secretos. ¿Se
imaginan ustedes lo que ocurriría con ellos si alguien, a órdenes
de un juez extranjero, viniera a detener a su líder máximo? La
noche de San Valentín, en el Chicago de los años 30, sería
un pobre remedo de la balacera que armarían para impedirlo.
A mí, como a muchos, la carta me hizo sonreír. Uno no sabe qué
diagnóstico merece ella: demencia senil, furiosa esquizofrenia o una
mezcla de las dos. Se ve que, desde lo ocurrido a Pinochet, el fantasma de la
detención no deja dormir en paz a Fidel. El sabe de sobra que en las
cumbres iberoamericanas ningún peligro corre. Con excepción del
rey Juan Carlos, de Aznar, de Miguel Angel Rodríguez y de algún
otro, que no lo tragan entero, los demás presidentes le abren los brazos.
Parecen Caperucitas que se negaran a ver las orejas del lobo feroz. Chávez
ni se diga. Entra en éxtasis cada vez que lo ve. Y hasta el dominicano
Hipólito Mejía intenta ganar su complicidad diciéndole: "Ahora
habemos (sic) tres locos en el Caribe''.
Pero pese a todo, Castro no está tranquilo. Cualquier juez podría
aguarle la fiesta ahora que quedó sentado el precedente protagonizado por
Garzón. El que mucho debe, mucho teme.
Como es sabido, el comandante no tiene eso que los franceses llaman "espíritu
de síntesis''. Sin tomar en cuenta sus urgencias primarias, inflige a sus
interlocutores agotadores monólogos hasta el amanecer, para no hablar de
sus intervenciones en televisión o en la plaza pública, que
participan de la misma incontinencia verbal. La carta al director del Listín
Diario ilustra también esta desmesura. Es tan loca que acaba dándole
al propio Pinochet todos los argumentos por los cuales no podía ser
detenido y juzgado en el extranjero. Las culpas del chileno se las endosa a
Estados Unidos. Y se apresura a explicar que lo ocurrido en Cuba son sólo
"castigos ejemplares a criminales de guerra'', fórmula con la cual
absuelve todos sus horrores, incluyendo detenciones y condenas abrumadoras para
cuantos disienten del régimen, si no es el paredón, extensivo a
sus antiguos amigos y cercanos colaboradores, como Ochoa o Tony de la Guardia.
Leyendo la carta de Castro, uno se da cuenta que su detonador fue la
siguiente y para él muy molesta declaración de Garzón: "Lo
que recuerdo es que el presidente cubano tenía una entrevista en España
y, en vez del tiempo que tenía previsto estar, se marchó en unas
horas''. Ante semejante insinuación de miedo o cobardía por parte
suya, Castro se considera obligado a relatar minuciosamente su paso por la península
mientras Pinochet era detenido en Londres. Después de su entrevista con
Aznar en la Moncloa, decide, en efecto, dirigirse al aeropuerto, sin demorarse
un minuto más en España. No por miedo a Garzón, dice, sino
porque, según sus palabras, estaba "aburrido de tantas autopistas,
tantos ríos de automóviles y tanto derroche de luces y energía
que agobia a la capital de España''. Necesitaba, por lo que vemos,
regresar cuanto antes a la penuria y a los racionamientos eléctricos de
La Habana, a los decrépitos autos de los años cincuenta, a las
calles oscuras, a las jineteras y demás maravillas de su paraíso
socialista. Y, ojo, que ningún juez se lo impida porque en su caso, ya lo
dijo, "habrá combate''.
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