Convento
Tropical
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, mayo - La Revolución Cubana podríamos interpretarla
como un budismo tropical si la enfocamos bajo la luz del psicoanálisis.
Pero semejante estudio, hasta tocar fondo, solamente puede escribirse -por
ahora- en el exilio, por especialistas.
Nosotros, los de adentro, basándonos en la experiencia personal sólo
podemos decir que desde sus comienzos esta Revolución se ha caracterizado
por la gradual disminución de bienes materiales. Disminución que
en el principio fue imperceptible. Han sido necesarios todos estos años,
cuando la nación se encuentra paupérrima y contradictoria, para
que sospechemos que la finalidad inconsciente del sistema es reducir cada vez más
los artículos indispensables de la simple y llana sobrevivencia.
Es decir, nos han convertido -sin pedirnos permiso- en monjes enfermos de un
convento enloquecido.
Por supuesto, y como siempre, éstas son meras especulaciones. Pero, ¿quiénes
que aún logren pensar dentro de este manicomio escapan a la necesidad de
encontrarle respuesta al hecho misterioso de la Revolución?
Se dice que nuestro pecado nacional es la pretensión. Que nuestro
complejo de inferioridad, por ser isleños, nos llevó a construir
el descomunal Capitolio Nacional y redactar -de igual manera- la formidable
Constitución de la República de Cuba en el año 1940, para
luego terminar batiéndonos a tiros en las calles de la "república"
hasta que el país se convirtió en el convento que ahora intentamos
reseñar.
Pero, quizás, este complejo que facilitó la formación
de nuestro convento -y teniendo en cuenta que es poco cuanto se sabe de la
personalidad colectiva de los pueblos- tal vez depende de que nuestros
antepasados nos transmitieron genéticamente la necesidad de tener un rey,
gurú o guía espiritual.
Recordemos que nuestra nacionalidad -conformada por españoles y
africanos, que son pueblos con necesidad de sometimiento, en comparación
a otras naciones- parece no estar apta para la organización y la
libertad.
Así, dentro de un convento, para que haya orden y la justificación
del encierro tiene que existir un dogma. Y no existiría ningún
problema con este dogma si los habitantes del convento fueran monjes
voluntarios. Y aunque sea cierto que desde hace más de cuatro décadas
tras los muros del convento cubano hay, en comparación al resto del
mundo, la tranquilidad que caracteriza a una "orden religiosa", hay
tranquilidades en vida que carecen de sentido cuando tanto se parecen a la
muerte.
Otro asunto, tal vez el más contradictorio, es que la casta superior
de los sacerdotes no viven en austeridad. Llevan una vida a todo tren y trapo,
que les permite no sufrir la NADA prometida o el futuro luminoso que jamás
se ha hecho realidad. Constantemente adquieren todo tipo de objetos y productos
que se fabrican o se inventan fuera del convento y viven como faraones, sultanes
y toda la parafernalia incivil con que históricamente se conoce cómo
fue la esclavitud.
Yo confío en la dialéctica de la Historia. Sé que un
buen día ese dogma se transformará. La guerra de nuestra pequeña
galaxia habrá terminado. Y todos, hasta los sacerdotes-loqueros de
categoría menor que nos obligan a cantar mañana, tarde y noche los
cantos "gregorianos", despertarán de la pesadilla y romperán
a bailar el guaguancó de la libertad, con el acompañamiento de la
Oda a la Alegría de Schiller, glorificada por Beethoven en su Novena
Sinfonía.
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