A paso de
bastón: La Maqueta de La Habana
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, mayo - Visitar la Maqueta de La Habana puede representar para un
padre cuyo hijo de 12 años de edad aspira a ser arquitecto, algo así
como una aventura del pensamiento, en esta Cuba de Fidel Castro y del picadillo
de soya.
Desde luego, niño es niño, si la televisión isleña
promociona la visita y el crío se encuentra en semana de receso escolar,
el reto para papá será viajar desde el centro de la capital hasta
ese curioso lugar, ubicado en la barriada de Miramar. Tres dólares ida y
vuelta el viajecito, si no se quiere languidecer a la espera de un autobús.
Un par de chucherías suman cinco, para totalizar el 27 por ciento del
ingreso medio mensual por trabajador, reportado por el Ministerio de Economía
al cierre del 2000.
Semejante costo, quizás, explique la ausencia casi total de
visitantes a la Maqueta de La Habana el sábado 28 de abril. Después
de todo, no mucho por ver, aunque esfuerzo loable. Sobre un espacio de unos 200
metros cuadrados, una miniatura de la ciudad se extiende, casi se diría
con precisión de artesano chino: la bahía, sus ensenadas, el
Capitolio, las fortalezas de El Morro y La Cabaña, el Castillo de Atarés
y la Loma del Burro, el obelisco de la Plaza José Martí y el
monumento a José Miguel Gómez, son algunos de los puntos
referenciales buscados por los "turistas", para después
intentar hallar sus viviendas, perdidas entre edificios liliputienses y parques
barrioteros de mentirillas, a la mano dos telescopios que se sostienen en sus
arneses por obra y gracia del Espíritu Santo, no por la preservación
de partes y piezas. Un hombre amable atiende al público, dotado de una
linternilla de luz roja que persigue al Stadium Latinoamericano. Milagros de la
maqueta: las aguas de la bahía, las del pestilente río Almendares,
¡aparecen de color azul!
No sólo ése: ni el más potente telescopio puede
localizar las vigas que apuntalan a ciertos edificios, o los espacios vacíos
de los derrumbes. Sin embargo, cierta magia: la ciudad se ve muy bien poblada de
árboles, mucho más de cuanto se imagina, y en verdad se alimenta
un sueño bien posible, en otros escenarios sociales: ¡Dios, cuán
bella y funcional podría ser la capital de Cuba!
Mi hijo Miguel David, armado con uno de los vetustos catalejos, intenta
localizar donde vive. A sus doce años parece un grumete desnutrido, que
crece a una pulgada por mes; lo imagino como vigía de cuanto habrá
de restaurar, si por fin se hace arquitecto. Bajo mis instrucciones, enfoca la
Avenida de los Presidentes y fija la vista en el monumento a José Miguel
Gómez; recorre Carlos III y ubica la esquina de fraile de Infanta y
Ayestarán, hasta encontrar el parque donde enamoré a su madre.
Justo enfrente, el edificio de dos plantas donde reside. Al mismo tiempo, una
pareja busca la floresta del Almendares, como para hacer saber que allí
se hicieron el amor. Es La Habana real, que no cabe en maquetas, ni en mesas
redondas, ni en tribunas abiertas. La eterna Habana de sueños difíciles,
pero posibles.
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