Belkis Cuza Male. Publicado el viernes, 30 de marzo de 2001
en El Nuevo Herald
Miami se ha convertido en estas últimas cuatro décadas en
blanco de la ira y el desprecio de la gente más disímil del mundo.
Bueno, en realidad, todos aseguran que Miami no existía antes de que
llegaran los cubanos. En los 50 no era más que un paisaje veraniego, que
fue llenándose de respetables ancianos, de modo que a nadie se le ocurría
tener en cuenta a una ciudad llena de casitas blancas, sol, arena, mar,
cocoteros y aburrimiento. Pero con el arribo de los primeros exiliados cubanos
la ciudad se llenó de pasiones y miradas nuevas. De la noche a la mañana,
se convirtió en la meca de un pueblo dispuesto a rehacer sus vidas, a
trabajar en lo que fuese, a recuperar lo perdido. No ha habido otra ciudad como
ella, ni tampoco gente tan dispuesta a aceptar el reto; ni ciudad tan soñada
y tan vilipendiada, tan agredida por esa corriente de opinión generada
por los comunistas de que la ciudad era un vertedero de la historia.
El odio hacia Miami, hacia su gente, hacia todo lo que oliera a exilio siguió
creciendo como el marabú, hasta alcanzar proporciones insospechadas con
la aparición de Elián. De no ser por él, nunca nos hubiéramos
enterado de la cantidad de odio acumulado. Cuando oímos a alguien,
incluso en Miami, repetir los insultos del tirano, y su vil frasecita de ``la
mafia de Miami'', ya sabemos hacia dónde apunta. Porque la ciudad se ha
ido llenando de enemigos, en la medida en que crecía y prosperaba; de
gente que rechaza al exilio, pero se instala en Miami sabrá Dios con qué
objetivos.
Los hay que abandonaron la isla y se asentaron en Miami para no tardar mucho
en emprender el camino de regreso. Gentes que se han dedicado a la extraña
profesión de odiar a Miami, de aplaudir al tirano desde sus casas, aunque
continúan recibiendo las brisas de los cocoteros. Porque esta ciudad ha
visto de todo: espías, arrepentidos, difamadores, oportunistas,
maquinadores, maquiavélicos. A tan extraño conjunto habría
que añadir los viajeros de paso, ésos que llegan en funciones,
incluso altos oficiales de la Seguridad cubana o funcionarios del gobierno
castrista, y se pasean por las calles del Miami que odian. Y cualquiera puede
imaginarse los extraños potajes que han de cocinarse en ciertas casas de
la ciudad, las comelatas y las fiestas intramuros.
En esa lucha desgastante, los exiliados reclaman --no sin razón-- el
control de ``su ciudad'': qué quieren oír, qué quieren ver.
Por mucho que digan los enemigos, Miami se ha convertido en la meca de la
cultura latinoamericana y todo el mundo quiere venir, amigos y enemigos. Lo
correcto sería que no se le impidiese a nadie las actuaciones, y que sea
el público de Miami quien apoye o no a esos artistas. Si nadie asiste a
sus conciertos, no les quedarán ganas de volver.
La noticia de que a alguien se le premie como héroe por haberse
``enfrentado'' al exilio miamense ya no nos puede sorprender, pero que venga del
Pen Club de este país sí es noticia, pues en varias ocasiones ha
apoyado campañas a favor de escritores y artistas presos y maltratados
por la tiranía. ¿Qué heroicidad puede haber en presentar un
litigio contra la ciudad, para contrarrestar una ordenanza que prohíbe
dar fondos a los que promueven artistas de Cuba?
¿Acaso no continúa sus presentaciones el teatro La Ma Teodora,
dirigido por Alberto Sarraín, ahora premiado con el distinguido
Pen/Newman's Own First Amendment Award? Sarraín, de acuerdo a la nota de
prensa enviada por el Pen, compartirá un premio de $25,000 por desafiar a
la comunidad de Miami.
¿Y quién es Alberto Sarraín? Según la nota, se
instaló en Miami en 1978. En La Pequeña Habana abrió su
teatro La Ma Teodora, con producciones en su mayoría de dramaturgos que
residen en Cuba. En 1998, en una entrevista que le hizo Omar Valiño en La
Gaceta de Cuba Sarraín dice: ``La gente me pregunta por qué hago
obras de la dramaturgia cubana y no las del exilio. Yo no selecciono las obras
por donde vive la gente, sino por el nivel de empatía que yo tengo con la
obra y ha dado la casualidad esa...'' Y después de múltiples
contradicciones, añade tajante: ``Cuba sigue siendo ésta, el
teatro cubano es el que se hace aquí''.
De ese modo tan ``democrático'', Sarraín ignora grotescamente
a los autores cubanos que viven en el exilio, figuras del renombre de José
Triana, Eduardo Manet, Julio Matas, Matías Montes Huidobro, Raúl
de Cárdenas, Manuel Martín, Pedro Monge-Rafuls, José
Corrales, Héctor Santiago y tantos otros que, según Sarraín,
no parecen estar en sintonía con sus preferencias. El prefiere estrenar
en la Calle Ocho, simultáneamente con La Habana, una obra de Abilio Estévez,
autor aupado por el régimen. Esa debe ser parte de la heroicidad que le
ha valido compartir el premio del Pen Club norteamericano con la bibliotecaria
Deloris Wilson, de Luisiana, que se opuso a que ciertos autores fuesen sacados
de la biblioteca del West Monroe High School.
Al otorgar ese premio político a Sarraín, el Pen Club parece más
bien castigar y condenar al exilio cubano por ejercer también su derecho
a no sufragar con fondos públicos la obra de sus enemigos. Es lógico
que alguien que tiene como meta promocionar a los dramaturgos de la isla en La
Pequeña Habana, que viaja a la isla, que es entrevistado en la revista
oficial de la UNEAC, no tiene que temer la pérdida de fondos públicos
por su ``desafío''. Ya ven, hasta lo premian por llevarle la contraria a
los que sí han sufrido las atrocidades de la censura, que han ido a parar
con sus obras a las cárceles cubanas, y visto prohibido su teatro en la
isla. Sarraín, como es obvio, no le teme a Virginia Woolf. Miami no se
come a nadie.
El Pen Club está premiando a Alberto Sarraín por su mejor
producción, ésa donde el propio director de La Ma Teodora asume el
papel de víctima. Lo correcto es aplaudir y reírnos a mares de
esta comedia. La Ma Teodora, en cambio, tendrá el público que se
merece, porque no está situada en Cuba --ésta no es Cuba,
Chaguito--, sino en Miami; la apaleada, dolorosa y siempre única capital
del exilio. |