Soren Triff. Publicado el jueves, 29 de marzo de 2001 en
El Nuevo Herald
El fallecimiento del periodista Emilio Milián hace unos días,
tras una grave enfermedad, debe ser incentivo para exigir una vez más que
el gobierno federal lleve ante la ley a los terroristas que colocaron una bomba
que le destrozó las piernas en 1977, y que resuelva otros casos
pendientes. Todo este tiempo ha servido para imprimir sobre la comunidad el
estigma de ser violenta e irracional. ¿Quiénes se benefician con
esto? El gobierno cubano, porque lo ayuda a mostrar a sus críticos como
terroristas. El estereotipo también favorece a Estados Unidos. Sostener
esta acusación sobre la comunidad le resta eficacia a los exiliados que
defienden la libertad de Cuba ante la opinión pública. La prensa
no se siente obligada a escuchar el punto de vista de quienes parecen
relacionados al magnicidio y el terrorismo. El estigma, paga. En el caso de Elián
González, Bill Clinton activó el estigma para actuar a su antojo y
funcionó bien. Gran parte de la prensa escuchó al gobierno que nos
presentaba como irracionales que no cumplimos con la ley. La memoria de Milián,
los familiares y la comunidad reclaman justicia. Es importante señalar a
los líderes que han pedido clemencia para otro asesino, como destacó
la colega Liz Balmaseda el 8 de marzo. Pero también debemos examinar las
bases culturales que permitieron estos crímenes y que otros lo hayan
aceptado.
Es fácil condenar un acto de terrorismo contra alguien que ejerce su
libertad de expresión. Pero es difícil rechazar la violencia
cuando se realiza en nombre de los valores que han terminado por representar la
identidad cubana: el espíritu revolucionario o contrarrevolucionario. El
espíritu revolucionario, cuando se convierte en acción, acaba por
ennoblecer al criminal --a quien ofrece una bandera para encubrir su crimen-- y
desmoralizar al patriota.
Cuando se comete un acto violento, el delincuente-revolucionario coloca al
ciudadano común y a sus líderes ante un falso dilema, una situación
que parece no terner solución. Si se acepta el crimen, se es un mal
ciudadano. Si se condena, uno es un mal cubano. Ser un mal cubano puede atacar
nuestro ser más íntimo. Existe una tendencia a defender el ego que
favorecería al delincuente-revolucionario.
Una vez que el cubano ordinario acepta la falsa disyuntiva, queda
desmoralizado. Es cómplice de un delito y calla avergonzado, aunque
``orgulloso'' como revolucionario, o se siente satisfecho de haber cumplido con
la ley, pero es entonces un mal cubano, alguien que ha negado su razón de
ser.
La disyuntiva es falsa. La respuesta es denunciar el crimen. Lo que ha
sucedido es que se han realizado dos distorsiones culturales. Se aceptó
el revolucionarismo como la única forma de ser cubano, y la ausencia de
liderazgo abrió la puerta a que delincuentes y fanáticos tomaran
la bandera de la patria para dar impulso a sus instintos destructores, amorales
y egoístas. Se entiende que un delincuente se pueda escurrir bajo la
bandera revolucionaria, pero ¿cómo un cubano normal puede
convertirse en criminal? Debido al significado cada vez más brutal que se
le da a la ``revolución''. El espíritu revolucionario ha terminado
siendo una fuerza radical --extrema-- y violenta de ver el mundo.
Los poseídos por el espíritu revolucionario se pueden
comportar como nihilistas, amorales y egoístas. El nihilista cree que la
destrucción del régimen resuelve todos los problemas del país.
El amoral está convencido de que el fin justifica los medios. En sus
manos, la justicia se convierte en venganza. El egoísta confunde el dolor
personal con la justicia social. Si lo echaron del trabajo por no ser comunista,
quiere un país donde los comunistas se queden sin trabajo.
Para el egoísta, el ``amor a la patria'' se reduce al amor a la pequeña
tribu de los que piensan como él. Los intereses de la familia política
son el modelo al que deben ajustarse los intereses nacionales. Odia al que no
piensa como él y lo despoja de todo rasgo humano. Los cubanos llevan más
de 40 años identificándose como ``comunistas asesinos'' o
``gusanos vendepatria''. No es difícil, tras deshumanizar al adversario,
eliminarlo físicamente sin que el asesino sienta que cometió un
crimen, y quizás peor, sin que los espectadores, cubanos ordinarios
--pero revolucionarios también--, aplaudan, toleren o ignoren el
asesinato. Los líderes tienen la obligación de pedir justicia para
las víctimas del terrorismo. Un nuevo pensamiento cubano debe rechazar la
cobardía de los criminales y el silencio de nuestros padres. No
permitiremos que un estereotipo injusto beneficie a La Habana y a Washington. La
maldición revolucionaria no puede seguir entorpeciendo el camino a la
democracia.
© El Nuevo Herald
Copyright 2001 El Nuevo Herald |