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Marzo 28, 2001



Emilio Milián y la maldición revolucionaria

Soren Triff. Publicado el jueves, 29 de marzo de 2001 en El Nuevo Herald

El fallecimiento del periodista Emilio Milián hace unos días, tras una grave enfermedad, debe ser incentivo para exigir una vez más que el gobierno federal lleve ante la ley a los terroristas que colocaron una bomba que le destrozó las piernas en 1977, y que resuelva otros casos pendientes. Todo este tiempo ha servido para imprimir sobre la comunidad el estigma de ser violenta e irracional. ¿Quiénes se benefician con esto? El gobierno cubano, porque lo ayuda a mostrar a sus críticos como terroristas. El estereotipo también favorece a Estados Unidos. Sostener esta acusación sobre la comunidad le resta eficacia a los exiliados que defienden la libertad de Cuba ante la opinión pública. La prensa no se siente obligada a escuchar el punto de vista de quienes parecen relacionados al magnicidio y el terrorismo. El estigma, paga. En el caso de Elián González, Bill Clinton activó el estigma para actuar a su antojo y funcionó bien. Gran parte de la prensa escuchó al gobierno que nos presentaba como irracionales que no cumplimos con la ley. La memoria de Milián, los familiares y la comunidad reclaman justicia. Es importante señalar a los líderes que han pedido clemencia para otro asesino, como destacó la colega Liz Balmaseda el 8 de marzo. Pero también debemos examinar las bases culturales que permitieron estos crímenes y que otros lo hayan aceptado.

Es fácil condenar un acto de terrorismo contra alguien que ejerce su libertad de expresión. Pero es difícil rechazar la violencia cuando se realiza en nombre de los valores que han terminado por representar la identidad cubana: el espíritu revolucionario o contrarrevolucionario. El espíritu revolucionario, cuando se convierte en acción, acaba por ennoblecer al criminal --a quien ofrece una bandera para encubrir su crimen-- y desmoralizar al patriota.

Cuando se comete un acto violento, el delincuente-revolucionario coloca al ciudadano común y a sus líderes ante un falso dilema, una situación que parece no terner solución. Si se acepta el crimen, se es un mal ciudadano. Si se condena, uno es un mal cubano. Ser un mal cubano puede atacar nuestro ser más íntimo. Existe una tendencia a defender el ego que favorecería al delincuente-revolucionario.

Una vez que el cubano ordinario acepta la falsa disyuntiva, queda desmoralizado. Es cómplice de un delito y calla avergonzado, aunque ``orgulloso'' como revolucionario, o se siente satisfecho de haber cumplido con la ley, pero es entonces un mal cubano, alguien que ha negado su razón de ser.

La disyuntiva es falsa. La respuesta es denunciar el crimen. Lo que ha sucedido es que se han realizado dos distorsiones culturales. Se aceptó el revolucionarismo como la única forma de ser cubano, y la ausencia de liderazgo abrió la puerta a que delincuentes y fanáticos tomaran la bandera de la patria para dar impulso a sus instintos destructores, amorales y egoístas. Se entiende que un delincuente se pueda escurrir bajo la bandera revolucionaria, pero ¿cómo un cubano normal puede convertirse en criminal? Debido al significado cada vez más brutal que se le da a la ``revolución''. El espíritu revolucionario ha terminado siendo una fuerza radical --extrema-- y violenta de ver el mundo.

Los poseídos por el espíritu revolucionario se pueden comportar como nihilistas, amorales y egoístas. El nihilista cree que la destrucción del régimen resuelve todos los problemas del país. El amoral está convencido de que el fin justifica los medios. En sus manos, la justicia se convierte en venganza. El egoísta confunde el dolor personal con la justicia social. Si lo echaron del trabajo por no ser comunista, quiere un país donde los comunistas se queden sin trabajo.

Para el egoísta, el ``amor a la patria'' se reduce al amor a la pequeña tribu de los que piensan como él. Los intereses de la familia política son el modelo al que deben ajustarse los intereses nacionales. Odia al que no piensa como él y lo despoja de todo rasgo humano. Los cubanos llevan más de 40 años identificándose como ``comunistas asesinos'' o ``gusanos vendepatria''. No es difícil, tras deshumanizar al adversario, eliminarlo físicamente sin que el asesino sienta que cometió un crimen, y quizás peor, sin que los espectadores, cubanos ordinarios --pero revolucionarios también--, aplaudan, toleren o ignoren el asesinato. Los líderes tienen la obligación de pedir justicia para las víctimas del terrorismo. Un nuevo pensamiento cubano debe rechazar la cobardía de los criminales y el silencio de nuestros padres. No permitiremos que un estereotipo injusto beneficie a La Habana y a Washington. La maldición revolucionaria no puede seguir entorpeciendo el camino a la democracia.

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