Gladys Zaldivar. Publicado el lunes, 19 de marzo de 2001 en
El Nuevo Herald
Los artículos sobre este gran narrador de las letras cubanas y
universales han comenzado a proliferar a raíz del impacto del filme
protagonizado ejemplarmente por el actor Javier Bardem. Estos artículos
están armados por una de cal y otra de arena, pero la mezcla unificadora
es el fango, que, en algunos casos, es particularmente abundante y fétido.
Es probable que todo ese maloliente y cuestionable basurero contenga hechos
verdaderos, impresiones precisas de la personalidad de Arenas, más bien
del lado negro de su personalidad, pero cabe preguntarse si valdría la
pena hurgar en esas miserias y encender luces de feria sobre los pedazos
sanguinolentos del ser de alguien que, como él y tantos otros, sufrió
de modo espantoso y sin justificación bajo un régimen
demencialmente tiránico y criminal; valdría la pena preguntarse si
nosotros, que escapamos a tiempo antes de que el veneno nos alcanzase, o que,
por estar inoculados de un antídoto angelical no fuimos avasallados por
el contacto con el mal, no hubiéramos sucumbido a los mismísimos
abismos en que cayó Arenas, echando llamas por el hocico y esperando a
que la piedad de algún San Jorge acabara de una vez y por todas con esa
manera torturada de vivir que se llama rencor.
Reinaldo no sólo era prácticamente un fugitivo, sino un
escritor con el talento indicado para combatir artísticamente al sistema
Soy, creo, una de las pocas personas que disfrutó de la amistad recta
del Reinaldo todavía en Cuba y que trabajaba en la Biblioteca Nacional.
Venía a mi apartamentico de H y 17 en compañía de un joven
instructor de ballet y allí intercambiábamos planes sobre futuras
creaciones con el boquiabierto Rafael --así se llamaba--, que comprendía
mejor que nosotros que en Cuba la verdadera creación estaba vedada. Y la
vida que no estuviese regimentada dentro de los parámetros establecidos
para esa nueva y malhadada sociedad.
Pude salir hacia España y no logré comunicarme con Reinaldo en
varios años. Finalmente, un día en que paseaba por el interior de
una farmacia en un pueblo desconocido de Maryland, Reisterstown, encontré
El mundo alucinante en edición en lengua inglesa. Aunque yo sabía
del proyecto jamás hubiera sospechado que mi encuentro con la novela sería
en un sitio insignificante, en una droguería pequeña y en una
edición que, como dirían los españoles de un mundo ya casi
inexistente, no estaba publicada en cristiano.
Gran alborozo. Y me dediqué entonces a la búsqueda de una
edición en español que finalmente pude hallar. Comprendí la
enorme importancia del libro, no sólo literariamente sino desde el ángulo
humano, confundido todavía por muchos con el político. Durante
los años 60 y 70 la palabra contestatario aún no se había
popularizado y por eso me referí a él como corriente libertaria
que sustituiría el andamiaje dogmático en mi libro Novelística
cubana de los años 60 (1977). Pero tres años antes de esta
publicación ya había ofrecido la primera noticia sobre la novela
de Arenas en Nueva York.
Los que no han leído Antes que anochezca, en la que se basa casi
enteramente el filme de Julian Schnabel, asimilaron su biografía de
horrores desde el celuloide y comprendieron que Reinaldo era la cabeza de un
iceberg que venía formándose desde el momento en que escribió
El mundo alucinante en 1966 (aunque la edición en español no se
produjo sino hasta 1969 en México), al que siguiera, en 1968, el
controversial Fuera de juego de Heberto Padilla. Ambos representan --Padilla de
la cuarta generación y Arenas de la quinta-- la cúspide documental
que ha dado en llamarse la literatura contestataria del período
revolucionario en Cuba. Aunque los dos adquirieron una justificada notabilidad,
es necesario expresar ahora, aunque sea someramente, que hubo un buen número
de escritores jóvenes que se unió a esa línea silenciosa,
pero igualmente contestataria, que comenzaba a trazarse ya desde los primeros años
de los 60. El documento literario que expondría el caos espiritual
causado por la deshumanización y la injusticia no saldría a la
luz, sino en el exilio, en tierra extraña, el lugar idóneo para
marginar esa literatura y desacreditarla.
Con Arenas --y con algunos otros que no tiene caso nombrar ahora-- esto no
fue posible porque los perseguidos encuentran más fácilmente a
quienes desean ayudarlos. Reinaldo no sólo era prácticamente un
fugitivo, sino un escritor con un talento epocal, el indicado para combatir artísticamente
al sistema, pero, al mismo tiempo, el llamado a vencer con su propio ser al
monstruo creado en su país. Pero es preciso la metamorfosis en otro
monstruo para igualarse en la batalla.
Y éste fue el triste caso de Arenas. Lo que se comenta sobre algunas
de sus acciones es probablmente cierto, pero no creo que nada de lo que haya
hecho como monstruo disminuye su importancia histórica ni su enorme
trascendencia literaria.
Con él se ha perdido el niño de rizos de querubín que
yo conocí a manos de la perversidad del sistema, pero se ha ganado el
engendro jorgeano que nos ha liberado. |