CUBANET... INTERNACIONAL

Marzo 12, 2001



Debate en soliloquio

Rafael Rojas. Publicado el lunes, 12 de marzo de 2001 en El Nuevo Herald

Cada año se confirma más aquella idea que acuñaron, hace cuatro décadas, los primeros críticos de la revolución cubana: el castrismo no es una ideología, sino un estilo personal de gobierno que se sirve de un vasto repertorio simbólico para legitimar sus decisiones.

En los años 60, Theodor Draper y Hugh Thomas observaron cómo el joven Castro había transitado, cómodamente, de un reformismo democrático a un nacionalismo revolucionario. En los 70, Carmelo Mesa Lago y Jorge Domínguez describieron una nueva metamorfosis: del socialismo nacionalista al comunismo soviético. Hoy podríamos agregar otras dos: del comunismo soviético al socialismo nacionalista en los 80 y del socialismo nacionalista al nacionalismo revolucionario en los 90. Para que la serpiente se muerda la cola es preciso una última pirueta: del nacionalismo revolucionario al reformismo democrático.

Por muy disparatado que parezca, esto no es improbable en un político dispuesto a todo por conservar su poder. Sólo que el regreso a una "posición inicial'', después de medio siglo, lo enfrentaría de golpe con la certeza de que su "revolución'' ha sido una criminal pérdida de tiempo. Sería ingenuo pensar que estos giros no han tenido sus costos. Es posible reconstruir los sucesivos ajustes en la clase política cubana que han provocado esos golpes de timón: emigración de moderados, sectarismo, microfracción, aislamiento de guevaristas, ascenso de comunistas, regreso de guevaristas, encumbramiento de jóvenes populistas...

¿A qué se debe su éxito? Precisamente, a la ausencia de ideología en la cúpula. Los ideólogos (Llerena, Escalante, Guevara, Aldana, Robaina...) son imprescindibles para operar el cambio de rumbo, pero en cuanto se atisba una nueva dirección deben ser sacrificados. La ideología es, por tanto, funcional; sobre todo, en la clase intelectual del comunismo, que, a diferencia del resto, es educada en la importancia de las ideas.

Sin embargo, la ideología estorba en la política de masas, que es el verdadero soporte del poder y cuyo principio es la emisión constante de símbolos fáciles que difundan el culto a la patria y a su lord protector. La incomodidad del intelectual dentro del castrismo se debe a eso: es el único que le exige al régimen envoltura retórica, legitimidad ideológica. Este vacío doctrinal del castrismo obstruye el debate entre sus partidarios y sus opositores.

No conozco a ningún intelectual del régimen cubano que se asuma como castrista. Es evidente que los hay, puesto que ciertos gestos los delatan: celebran los cumpleaños del "querido compañero comandante''; le hacen creer que es la triple reencarnación de Bolívar, Juárez y Martí; se excitan cuando él está cerca y hasta empujan a algún burócrata con tal de darle la mano en las ansiadas recepciones del Palacio de la Revolución. Dicho de un modo rápido: los intelectuales oficiales cubanos se dividen en castristas y anticastristas de clóset, en personas que aman u odian a Castro en la sala de sus casas, pero todos, los que lo adoran y los que lo aborrecen, subliman públicamente sus sentimientos en un cocktail de emblemas comunistas, nacionalistas, latinoamericanistas, tercermundistas o, simplemente, globalifóbicos.

Si alguno de ellos tuviera que justificar intelectualmente su adhesión al régimen, en un foro académico, no apelaría a la "serena visión del caudillo'', como hacían los escritores franquistas, sino a dos o tres clichés marxistas o patrióticos. Un intelectual anticastrista, en cambio, puede traer la discusión más acá de las ideologías y los mitos. Un intelectual castrista de hoy no respondería con su castrismo --no diría, por ejemplo, "Fidel es el faro de nuestras acciones, el guía infalible...''--, sino con un sesgado nacionalismo: "Estamos en guerra contra el imperio y en estas circunstancias el liderazgo del compañero Fidel es una necesidad histórica...''

El principal reproche de un castrista a un anticastrista es que éste "personaliza las cosas'', "reduce a Castro una situación compleja''. Pero esto no quiere decir que la vida del castrista está menos determinada por la persona de Castro que la del anticastrista. Todos los cubanos estamos perversamente atados a la vida y la muerte de esa voraz criatura como el capitán Ahab al lomo de Moby Dick.

Así como no hubo un cubano al que no afectara el triunfo de Castro, tampoco habrá uno ajeno a su inevitable fin. La única diferencia es que el anticastrista lo asume e, infructuosamente, se rebela contra esa fatal sujeción, mientras que el castrista, por vergüenza, cinismo o miedo, lo admite en privado y lo niega en público. Por eso entre unos y otros no hay, no puede haber debate, sino soliloquios incoherentes, monólogos de víctimas.

Historiador y ensayista. Profesor del CIDE en México.

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