Nestor Diaz De Villegas. Publicado el lunes, 5 de marzo de
2001 en El Nuevo Herald
Call me old-fashioned, pero que un escritor se declare castrista, o
fidelista, eso me hace dudar de su sano juicio. Me hace poner un signo de
interrogación en su solapa y en la categoría del gusto que anima
su obra.
En esta época de indeterminación y de relativismo en que
vivimos, cada grupo reclama legitimidad para sus "puntos de vista''. A lo
mejor lo que está mal es, precisamente, la masificación de una
prerrogativa reservada a los pocos, a los elegidos, antes de la aparición
del folletín, que ya lamentaba Nietzsche. A lo mejor, antes de curarnos
de una tiranía, ya estamos enfermos de democracia.
Hasta los asesinos, hasta los esbirros de Castro exigen (y obtienen)
legitimización para sus puntos de vista. Lo perdonamos todo, abogamos por
una "connivencia pacífica'' que cada vez se parece más a las
utopías de la Atalaya, donde negros, chinos y gringos, leones y bambis
conviven felices, en un parque frecuentado por los Testigos del Reino --en
mangas de camisa, cargando maletines repletos de prospectos y tocando a las
puertas de una villa Jabón Candado.
Después de despojarnos hasta del último micrófono y del
último periódico y de castigar con penas de 6 a 12 años
(diversionismo) a todo el que se atreviera a expresar una opinión
contraria en secreto (en una carta, en un poema o en un teléfono), ahora
el tirano le exige al exilio que comparta las ondas radiales invocando el
sagrado derecho a la libre expresión
En vez de taparle la boca de una trompada, ahora hay que respetar el derecho
del que te insulta. Después de despojarnos hasta del último micrófono
y del último periódico y de castigar con penas de 6 a 12 años
(diversionismo) a todo el que se atreviera a expresar una opinión
contraria en secreto (en una carta, en un poema o en un teléfono), ahora
el tirano le exige al exilio que comparta las ondas radiales con Aruca. Y lo
exige invocando el sagrado derecho a la libre expresión.
No sé si es oportuno publicar un poema laudatorio a la tiranía
--porque, ¿de qué se trata cuando "habla Fidel'' sino de
callarse y de oír resignadamente?-- en una antología de poetas
cubanos. Creo que esa poética debe estar incorporada en todo florilegio
que aspire a representar una época marcada por la tribuna. La guillotina
(aunque ubicua) no ha sido tan visible entre nosotros: es en la Plaza donde
ruedan cabezas según el capricho del gran comunicador.
Quizás la antología La isla en su tinta, de Francisco Morán,
sirva para traer a Reina María Rodríguez a un primer plano, desde
ese incómodo desenfoque en que ha permanecido durante décadas. Si
nos dejamos enredar en el embrollo de galimatías de los nuevos líricos
jamás sabremos a qué atenernos. Emiten lamentos que nunca se
resuelven en queja; su melancolía es pariente cercana de la renuncia. El
subsiguiente exilio de muchos escritores abanderados del régimen ha
despejado esas incógnitas; y puesto en perspectiva, a la luz de nuestro
oscuro glasnost, los trozos literarios, pedazos de biografía, compromisos
anecdóticos y filiaciones políticas de la época en que aún
"creían''.
Fusilar un poema de La Habana de 1981 para hacerlo resucitar en el Miami del
año 2001 me recuerda al dormilón de Woody Allen. El pobre sujeto
no puede hacer otra cosa que caminar de espaldas, dando tumbos por todo el
laboratorio de los conjurados. Así me pareció ver al comandante de
Reina María, huraño e incoherente, en una época que no le
pertenece. Por otra parte, como en Woody Allen, algo humano encontré en
su equivocación.
Recuerdo a un preso político, plantado de amarillo, en la cárcel
de Ariza, circa 1976. Por los altavoces salían, incesantes, las notas de "Que
viva mi bandera, viva nuestra nación, viva la revolución...'' La música
contagiosa lo mantenía a diario tarareando la canción odiada.
Después de una primera lectura del poema de Reina a mí me pasó
lo mismo. Y es que Hoy habla Fidel pone el dedo en una llaga antigua. ¿A cuántos
no les bajó un escalofrío por la espalda al encontrárselo
entre las páginas de la antología? Su sagrado terror se impone en
los ratings todavía y derrota a Cristina y a don Francisco cada vez que
aparece en los televisores del exilio.
En la última Bienal de La Habana unos monumentales micrófonos
de bronce, instalados en los baluartes de la Cabaña, encorvaban sus
familiares cabezas de gárgolas sobre las aguas del Caribe. Tomás
Esson y Antonia Eiriz han representado también ese instrumento de
tortura. Sacar al Fidel parlanchín de Reina María Rodríguez
de la propicia grisura de su quinquenio gris para fusilarlo en ese amanecer
prerrafaelista de La patria es de todos que nos propone Morán en La isla
en su tinta es un acto de justicia poética y política, aunque
muchos --incluida la propia autora-- lo consideren inoportuno.
Poeta cubano, reside en Los Angeles, California.
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