Belkis Cuza Malé. Publicado el viernes, 2 de marzo
de 2001 en El Nuevo Herald
No recuerdo cuándo ni cómo lo vi por primera vez; estuvo
siempre ahí, junto a ese buró próximo, o a la hora del café,
en las tardes: el pelo ensortijado, la sonrisa burlona y dulce a un tiempo, con
aquel sarcasmo tan suyo, donde sus víctimas propicias podrían muy
bien ser aquel Desiderio, personajillo repetidor de manuales de filosofía
del Kremlin, o el poeta Luis Marré, nuestro jefe, luego su acusador, según
me dijo después.
Eran los tiempos de La Gaceta de Cuba, y éramos jóvenes; creíamos
en la vida, en la literatura, en el arte. Siendo distintos, tan distintos, teníamos
sin embargo en común muchas cosas, y nos unía sobre todo el que
trabajásemos bajo el techo unificador de aquella redacción. Es
decir, nos unía todo y nada. Cada uno vivía cómo podía
--sobrevivía-- en medio de la sordidez reinante. Eran los tiempos en que
Reinaldo Arenas almorzaba en la cafetería El Hurón Azul de la
UNEAC (todavía recuerdo los platos de metal, grasientos, las chancletas
de palo de Cecilia --la administradora del sitio--, las coladas de café,
la llegada de los dulces sobre las tres de la tarde, el entra y sale de los
jugadores de ajedrez (la Chapuza, como le decían). Y todo, en medio de la
antigua mansión de Gelats. ¿Cómo podíamos trabajar en
paz, me pregunto ahora, con el recuerdo de aquel banquero balanceándose,
colgando allí, en la habitación que poco tiempo después sería
el despacho de Nicolás Guillén? ¿No era aquél un mal
presagio para la literatura cubana que saliera de la mansión de los
Escritores y Artistas?
Durante diez años compartimos silencios, miradas, risas, órdenes,
asambleas de productos eléctricos, trabajos voluntarios, correcciones de
pruebas de galeras, reuniones de la redacción, chismes, sarcasmos, en
fin, el ambiente de una publicación cultural en un país comunista,
que vivía a saltos, que salía cuando podía --y éramos
ocho--, donde todo estaba controlado, pautado y apuntalado por los dioses del
Olimpo no celestial, pero sí terrenal e inquisidor.
Un día de pronto todo cambió. Reinaldo Arenas, aquel joven
escritor lleno de ardor por la literatura y el sexo, por los libros que leía
a toda hora --no importaba si sentado o de pie--, con las manos goteando un para
mí inexplicable sudor (que se secó para siempre cuando dejó
la isla), había caído en desgracia, o peor, era buscado como un
criminal bajo extrañas acusaciones. Fue así que se hizo el
silencio, y llegaron los murmullos, las miradas que se cruzaban ariscas en los
pasillos, y un nombre más que se borraba sin mayores explicaciones.
Temerosa de que pudieran acusarlo de algo más, me llevé a casa
todo lo que encontré en las gavetas de su buró. Hasta un trapo que
utilizaba como pañuelo para secarse el incensante sudor de sus manos.
A la salida de la cárcel, flaco y demacrado, nos reunimos en casa a
comer. Pertenecíamos ya a la misma camada de apestados, de abandonados a
su suerte, de exiliados interiores, vigilados, presionados, expulsados de todos
los sitios del paraíso, de todos los premios, de todos los gremios. Poco
después me marché y al año, él.
En Washington nos vimos, y luego en Nueva York, y luego en la casa de
Princeton. Ya era otro, venía a visitarnos y también a comprarme
aquel shampoo de Shaklee que yo vendía entonces y que tanto le gustaba;
venía a compartir conmigo una labor parecida --pero nunca igual-- a
aquella de la redacción de La Gaceta de Cuba. Ahora yo había
fundado Linden Lane Magazine, y él, a instancias mías, había
accedido a ejercer un trabajo voluntario distinto, el de asistente de redacción.
Conectaría la revista a los escritores desperdigados por el mundo
neoyorquino o miamense.
Estuvimos en perfecta armonía hasta que surgió la discordia
--como aquella manzana del Paraíso verdadero, sólo que el demonio
se vestía ahora de Fidel Castro. En fin, hubo un gran escándalo
que prefiero no recordar, insultos por ambas partes en público y en la
prensa y rencores acumulados, que más bien parecían rencillas de
niños peleando por un estúpido e inexistente juguete. ¿Qué
fue? ¿Quizás su voluntarioso modo de expresar control, su misoginia?
No quiero recordarlo.
Unos meses antes de morir, y cuando todavía su enfermedad era sólo
otro rumor más, le pedí a Perla Rozenczaig que le hiciese una
entrevista a Reinaldo para el número especial de literatura cubana que
preparaba en Linden Lane Magazine. Sabía que por encima de cualquier
consideración personal, Reinaldo Arenas merecía estar incluido en
ese número. ¿Aceptaría, después de todos esos años
de ruptura? Pasaron los días y las semanas, hasta que una tarde Perla me
avisó que Reinaldo había accedido a darle un capítulo inédito
de su novela. Estaba ya muy enfermo. Y para mí, ésta fue la prueba
de que nos habíamos perdonado mutuamente.
Por irónico que parezca, la noche de su muerte alguien me llamó
por teléfono para pedirme que avisara al Herald, y así lo hice. ¿Otra
de las trastadas de Reinaldo? Quizás sí, porque le encantaba
hacerse el sarcástico.
Anoche, al verlo vivo en la película, lloré por él, y
estoy feliz, muy feliz, también por él. Su mayor enemigo, el
tirano, hoy se muerde de rabia la cola, hoy sufre con el más humillante
de los sufrimientos, porque al fin el arte y la literatura lo abofetean en pleno
rostro, le devuelven el golpe. Y esta vez es para siempre, un golpe mortal,
porque Javier Bardem-Reinaldo y el increíble Julian Schnabel le han dado
el tiro de gracia a la censura de la llamada "izquierda''. Esta película
extraordinaria parece recordarnos que la única revolución posible
es la capacidad de sueño de cada uno de nosotros. Por primera vez arte y
revolución son una misma cosa, una misma denuncia, un mismo amor. El
Reinaldo de Antes que anochezca puede que sea un mito, una versión del
original, pero les aseguro que este Reinaldo tiene más fuerza que cien
Reinaldos vivos. Y eso lo sabe el tirano Fidel Castro, y ya tiembla de rabia,
porque puede que el Reinaldo que él quiso destruir gane un Oscar. Dios lo
permita. |