En Tarará
arde una caldera del Diablo
Reinaldo Cosano Alén
LA HABANA, junio - Enfrente, la suntuosa inmobiliaria y villa turística
Tarará a expensas de las casas confiscadas, que años atrás
acogió una gigantesca ciudad de pioneros sacrificada en aras de la
captación de dólares.
A pocos metros -basta brincar la Vía Blanca- aparece un caserío
de gente muy pobre. Muchas de sus casuchas bordean una gran furnia resultante de
la extracción de relleno para las calles de Santa María del Mar y
para la construcción cuando casi cien años antes se fomentó
la urbanización de las playas del este capitalino. Era la cantera de
caliza de la familia Molina, que emigró a Estados Unidos cuando la
hecatombe del primero de enero de 1959.
Abandonada por muchos años, la sabia naturaleza se autorecuperó,
convirtiendo el enorme hueco en rústico y hermosísimo lugar, tanto
que fue escogido por la cinematografía cubana para filmar muchas escenas
de películas, entre ellas "¡Tierra o Sangre!"
Sin sanar aún por completo las heridas de la tierra le sobrevino una
gran desgracia ecológica: fue escogido como vertedero contaminante del
subsuelo, suelo y aire, por alguien con suficiente poder de decisión y
gran ignorancia de la naturaleza, situado a algo más de mil metros del
mar y rozando un hermoso río que forma en la desembocadura una ensenada
en la que se asienta precisamente una marina deportiva turística.
Por presión pública y por alerta científica después,
sólo se autorizó a lanzar al descomunal hueco escombros y podas de
árboles. Hay situados vigilantes para evitar que sean situados desechos
perniciosos no autorizados, como neumáticos de automóviles, pero
cuentan vecinos que se hacen de la vista gorda -demasiado gorda- y permiten
estas descargas, que les dará la oportunidad de entresacar las gomas
menos deterioradas, que siempre encuentran mercado dada la escasez y los altos
precios.
En otras ocasiones los vertimientos son de manufacturas en mal estado o con
fechas vencidas. Gente necesitada e ignorante las adquirirá a precio de
ganga o porque el propio vigilante, obsequioso, les dará entrada. La
mercancía puede incluir carne descompuesta, que bien sazonada y cocinada
no sabrá tan mal, dicen.
También dicen que son secretos a voces de los que conoce Celestrín,
encargado municipal del vertedero tan mal usado.
Pero lo que más indigna al vecindario es cuando alguien por
negligencia o maldad da fuego al vertedero, cuando arde la caldera del Diablo.
El humo molesta al extremo del desespero y la asfixia. Llaman a los
bomberos. A veces ni van o no bastan para apagar tal cantidad de materia orgánica
y altamente inflamable como los neumáticos de auto. Claro, eso sí,
tanto humo ahuyenta las nubes de moscas desalojadas de su paraje terrenal, que
entonces encuentran acogida en la bodega y carnicería próximas.
Viven allí cuatro personas asmáticas, entre ellas dos niños,
y en este momento otro menor y un adulto tienen neumonía. Imaginemos a éstos,
y a todos los del lugar, cuando el Diablo sopla y envía chorros de
permanente humo a sus infelices hogares.
Vecinos cuentan que existió cerca una unidad militar que fue
desactivada y que en las entrañas de las colinas circundantes un
laberinto de túneles excavados constituía depósitos de
explosivos que podían estallar por lo que bomberos y jóvenes
reclutas acudían con rapidez a extinguir el fuego.
Aunque los vecinos ya no residen sobre un barril de pólvora, añoran
aquella protección contra la candela y su siempre acompañante, el
denso humo que hace del día noche.
Ninguno sabe ya a quién quejarse o qué hacer para que sea
desactivado el basurero. A estos ciudadanos tratados como de ínfima
categoría sólo les queda lamentar su desgracia. También la
tierra, mutilada.
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