El motor de
agua
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, junio - El momento de poner a funcionar el motor del agua (si es
que el motor funciona), también es el momento de que la gente ponga en
marcha el motor de las protestas y los desacuerdos con la política del
gobierno cubano.
Cuando el Servicio de Acueducto (que ahora en el verano dejará de ser
regular) suministra el preciado líquido, es el momento de la verdadera
tribuna pública, que no trasciende los muros de las paredes. La población,
a voz de cuello, grita lo que no se atreve a decir en las asambleas de rendición
de cuentas del Poder Popular, o cuando realizan sus marchas imperiales frente a
la Sección de Intereses de Norteamérica en La Habana.
La hora de poner en marcha el motor que bombea el agua a los tanques en las
azoteas, casi siempre se convierte en batalla verbal de improperios e insultos.
De este modo se conciben los más terribles pensamientos.
Entre las siete y las nueve de la noche salen a flote las miserias grandes y
pequeñas de una multitud de seres atrapados en una ciudadela que, al
llegar los meses calientes del verano, es un infierno de mosquitos...
Los viejos edificios de la Habana Vieja se han convertido en prisiones sin
rejas. Ya no es necesario ir a una cárcel para perder la libertad.
La Habana Vieja es un conjunto de edificios coloniales. En tiempos pasados
tuvo su momento de gloria. No fueron edificios que cayeran de un Olimpo terrenal
para ser toscamente sembrados, como le ocurrió al reparto Alamar, sino
que fueron necesarios años de paciente labor apuntando hacia finalidades útiles
y objetivas.
Alejandro de Humboldt, segundo descubridor de Cuba, que se entusiasmaba con
la Habana Vieja cada vez que cruzaba el puerto habanero y celebró en el
paisaje cubano una alegría pintoresca, también sentenció: "Aquí
se anda con el barro hasta las rodillas; entre calesas y volantas, carros
cargados de cajas de azúcar y conductores imprudentes, olor a carne
salada y tasajo de vendedores ambulantes, se hace enfadoso y humillante andar a
pie por las calles".
Si en épocas anteriores éramos esclavos y vivíamos el
desorden con orden, hoy vemos que el orden que se presume no es otra cosa que un
desorden programado para el control político.
La revolución cubana de 1959, en sus primeras leyes, instauró
en la Habana Vieja el usufructo gratuito para los moradores de viejos edificios.
Eran casas de inquilinato y hoteles de principio del siglo XX. Este bien
colectivo, realizado como uno de los primeros pasos hacia la justicia social, ha
demostrado con el tiempo su precio para los propios beneficiados. La incógnita
es fácil de despejar: eliminas la propiedad privada, eliminas al dueño,
eliminas al encargado.
¿Y quién era el encargado?
El encargado era un hombre-orquesta enamorado de su trabajo. Sabía de
electricidad, plomería, albañilería, carpintería.
Hacía cumplir el reglamento de convivencia entre los inquilinos para que éstos,
dentro de las habitaciones no gritaran, no utilizaran el radio y el televisor a
todo volumen, no dijeran malas palabras, no hicieran esto y aquello ni las
tantas cosas más que se hacen ahora. De modo que, al desaparecer el
encargado, sobrevino el caos.
Los niños corretean por los pasillos rompiendo paredes, escaleras.
Los padres lanzan desde los balcones paquetes de basura, que en ocasiones
contienen excrementos.
Las paredes se desploman por la continua fabricación de barbacoas
(entrepisos) por parte de familias que no comprenden cuán importante es
la planificación familiar. La relación de los padres con sus hijos
se ha deteriorado. La mutua falta de respeto es un hecho cotidiano. Ello pudiera
ser una salida a la frustración de una población que ha crecido y
no encuentra nuevos espacios constructivos para su independencia doméstica.
La ausencia de la propiedad privada en Cuba, que en países del tercer
mundo es causa de injusticia social, en la Habana Vieja es causa del deterioro,
tanto arquitectónico como de relaciones humanas entre vecinos.
Contrariamente a la imagen turística que se ha exportado de una
Habana Vieja pintoresca, en otras calles menos iluminadas y transitadas ya
podemos hablar de villa miseria a la hora de poner en marcha el motor del agua.
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