La Habana
espera por nosotros
Pedro Crespo, Grupo Decoro
LA HABANA, junio - Cuentan que en la década del cincuenta la calle
San Rafael tuvo su mayor apogeo distinguiéndose, sobre todo, el segmento
que comienza en Galiano y termina en Prado. Mis mayores coinciden en que era ése
uno de los paseos predilectos de las familias habaneras de esa época, que
salían en las noches a mirar las afrancesadas vidrieras.
Tengo un amigo que aún recuerda aquella mañana en que tras las
vidrieras de Sánchez Mola apareció un Buick descapotable. Los dueños
de este almacén, en franca competencia con las tiendas vecinas, tuvieron
la original idea de, aprovechando el sigilo de la madrugada, destornillar las
vidrieras, cambiar el decorado y, probablemente con la ayuda de una grúa,
introducir el flamante automóvil destinado a un sorteo. Lo que hoy es práctica
común en cualquier tienda del mundo, se probaba en La Habana quizás
por primera vez. Imagino la cara de los transeúntes al ver aquella
inmensidad de auto constreñida a una vidriera, y lamento que un comercio
prestigioso sea un edificio en ruinas en este momento.
Mucho se cuenta de emporios comerciales como El Encanto y Fin de Siglo por
la calidad de sus productos y servicios. El primero, reducido a cenizas por un
presunto sabotaje dio lugar a un parque memorial de la tragedia en que perdió
la vida Fe del Valle, trabajadora de la tienda. El segundo, abandonado por
alguna empresa que lo dejó deteriorarse y que ahora, con el afán
de obtener dólares, lo restaura.
No debemos olvidar que cuando en Cuba las tiendas por departamentos eran un
hecho común, en muchos países de Europa y en casi toda la América
Latina este tipo de comercio no existía.
Sin embargo, la fiebre de las retauraciones no ha llegado a cubrir toda la
calle. Los cines Rex y Duplex están clausurados hace años para ser
presuntamente reparados y esperan por el momento de desplomarse quizás
con la esperanza de permanecer para siempre en la memoria popular gracias a la
crónica de algún cinéfilo sentimental. Suerte dudosa espera
al Hotel Bristol, convertido hoy en improvisada casa de vecindad, y a las
maltrechas tiendecitas que se alternan con ventas de quincalla en dólares
o ropa reciclada a precios aciclonados.
De todas formas, la calle que conocí no fue la de los años
cincuenta. Nací mucho después, y mis paseos de adolescente sólo
conocieron el remedo de bulevar en la mejor época del socialismo real. Se
instalaban entonces allí las tiendas del mercado paralelo, y en cualquier
comercio podías conseguir a precios bastante módicos aquel jamón
de agua que inexorablemente mis padres me llevaban a la escuela al campo y las
confituras, enlatados, ropas, electrodomésticos de la Europa del Este. En
esa época tuvo su época de oro el Bulevar -gloria conocida por mi
generación- mientras el Rex y el Duplex cambiaban semanalmente su
cartelera y la entrada costaba sesenta centavos de peso, con rebaja a cuarenta
si el aire acondicionado estaba defectuoso. Después de la película
se podía tomar un batido o un "tres gracias" (tres bolas de
helado) en el Arlequín o comerse una pizzeta en un local ubicado frente a
estos cines.
Las cosas han cambiado, y en aquella librería Viet Nam que alternaba
las Obras Completas de Lenin con las de José Martí, donde a pesar
de los cánones vigentes se podía escoger algún texto que
llevar a la casa, ha estado funcionando, en días de fin de año, un
extraño servicio de bar-cafetería con pretendida imagen de café
literario con bafles en la calle. Ya corría el riesgo de terminar
convertida en una piloto (sitio donde se vende creveza a granel). No sé
si decir que por fortuna este sitio lo cerraron por inventario, ahora lo espera
su nuevo destino y no me atrevo a dar un buen presagio.
Lo más grotesco del Bulevar de San Rafael en la actualidad son las
mesitas sacadas a la calle en el último tramo, ubicadas entre el Nautilus
Bar, el Hotel Inglaterra, "las espaldas" del teatro Garcia Lorca y el
célebre Cabaret Nacional, que nunca tuve por recomendable. Allí se
puede encontrar una atmósfera digna de la pluma de Vázquez Montalbán:
una muchedumbre de jovencitos y adolescentes de ambos sexos toman la calle,
porque el Cabaret Nacional es también discoteca y en la tarde ofrece a
nuestros jóvenes una "matinee". Profusión de argollas y
tatuajes, torsos semidesnudos, licras y dientes de oro crean el pastiche que
nunca pudo pintar el Bosco.
Al otro extremo, en el parque Fe del Valle, el quiosco de la prensa ofrece
servicio telefónico. Abajo, en el otro nivel del parque, unos niños
juegan al "taco" (especie de mini-baseball donde el bate es un pedazo
de palo de escoba y la pelota -el taco- es un pequeño trozo de ese mismo
palo). Me distraigo con el partido, y espero unos minutos a ver si alguien le
acierta a dar a la improvisada bola. Hay una baranda pintada de consignas.
Parejas que se besan a la sombra. La tarde cae con el cambio de horario, cae con
el resumen de nuestras vidas en tonos violetas y alcalinos, cae sobre esta
ciudad dormida que, gentilmente, espera por nosotros.
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