Miguel Leal Cruz. DEIA,
Diario de Euskadi. Julio 31, 2001.
LOS ACONTECIMIENTOS de tipo político, enlazados con terrorismo, que
han tenido lugar durante estos últimos meses en el País Vasco, nos
obligan a reflexionar sobre otros hechos que tuvieron lugar en Cuba, que fue
dominio español hasta finales del siglo XIX, cuando aquella Isla pretendió
emanciparse de España haciendo uso de todas las estrategias posibles. La
Guerra de la Independencia de Cuba (1895-1898), que se hizo definitiva a pesar
del esfuerzo de los españoles adictos y de los mandos militares en la
isla, se extiende rápidamente desde Oriente hasta la provincia de Pinar
del Río, en acción combinada de fuerzas insurrectas cubanas que
asombraron al mundo de la época en el mismo año 1895. La opinión
pública fue hábilmente movilizada a través de la prensa, único
y eficaz medio de comunicación de masas y que constituía un factor
influyente, quedando amenazada, por último, la propia Habana sede suprema
de la administración civil y militar españolas, en estado de
alerta desde finales de dicho año, y dos meses antes de la llegada del
nuevo capitán general: Valeriano Weyler y Nicolau, Marqués de
Tenerife.
La situación impone la toma de decisiones a la desesperada, ya que
tras la insurrección se ve claramente la ayuda de los EE. UU. en armas y
material desde las costas de Florida. España con gran alarde de
patriotismo se empeña resueltamente en la lucha y decide enfrentarse a la
situación en una cruenta guerra de tres años, para nunca plegar la
bandera que ha ondeado durante más de cuatrocientos años sobre la
Perla del Caribe que consideraban plenamente como «la siempre fiel Cuba».
Dos años de lucha desesperada no parecen intimidarla a pesar de las
enormes pérdidas en hombres, material y dinero. Sus hijos mueren a
millares en los hospitales o en las agrestes montañas en la tupida
manigua o segados por la fiebre amarilla y otros virus tropicales que tanto
proliferaban.
Al general Martínez Campos, que ya intuye la pérdida de la
isla, le sustituye en el gobierno y jefatura del ejército otro general de
prestigio que también conocía Cuba, Weyler, cuya actuación
se nos antoja parecida a la que ahora lleva a cabo Mayor Oreja en el País
Vasco, militar español de gran experiencia que ya había operado
con el mismo Martínez Campos en la campaña de los «diez años»,
y que asume las riendas del mando supremo el 12 de febrero de 1896 en breve acto
de toma de posesión en la Capitanía General de La Habana.
Con táctica netamente militar intenta cambiar, por todos los medios,
el signo adverso de los acontecimientos, aplicando nuevos métodos,
considerados bárbaros, contra los insurrectos y elementos no adictos a la
causa española que llegan a su punto culminante en el bando de
reconcentración firmado, pero que tiene efecto mucho después de su
toma de posesión, el 21 de octubre del mismo año, al ver clara la
concomitancia entre población civil con rebeldes y yanquis, orden que
disponía: «... todos los habitantes en los campos o fuera de las líneas
de fortificación se refería ya a la creada por él
desde Mariel o Majana y de poblados, se reconcentrarán en el término
de ocho días en los pueblos ocupados por las tropas. Será
considerado rebelde y juzgado como tal, todo individuo que transcurrido dicho
plazo se encuentre en despoblado...». Como apunta el profesor cubano José
Cantón Navarro la citada orden motivó que «miles de cubanos
tuvieran que abandonar sus hogares, sus fincas y demás propiedades salvo
los animales domésticos y enseres personales y se trasladarían
hasta los lugares designados por el bando. Los concentrados, sin medios de vida
vagaban por los portales, parques y calles de las poblaciones, durmiendo a la
intemperie y subsistiendo de la caridad pública «puesto que el ejército
español poco o muy poco podrían hacer por ellos, sólo
vigilarlos». Esta política de concentración en múltiples
campos independientes, donde se fusilaba bajo mínimo pretexto a aquellos
de sospechosa conducta de no afección mujeres, niños, e
incluso hijos de ilustres militares españoles, que resultaran sospechosos,
produjo la crítica de la prensa yanqui con el consiguiente daño a
España y a su política colonial, al quedar afectados por dichas
medidas la población campesina formada principalmente por ancianos,
mujeres y niños al hallarse muchos de los adultos huidos o en el bando
insurrecional ya nominado Ejército Liberador de Cuba y en abierta guerra
contra el Ejército Español en la isla.
La situación de guerra desesperada en que desembocó, dio lugar
a excesivos gastos a la hacienda española que llegado el momento devaluó
la peseta cuando su cotización en el mercado internacional era superior a
la del mismo dólar norteamericano.
La tópica frase «España pondrá en Cuba el último
hombre y gastará la última peseta», no la pronunció
solamente Cánovas del Castillo, también la usó, para sus
intereses azucareros en la isla, Romero Robledo, político conservador
vinculado por matrimonio a la familia cubana de los Zulueta propietario de
varios ingenios azucareros, que repitió insistentemente: «antes de
transigir daremos la última gota de nuestra sangre y gastaremos el último
escudo de nuestros bolsillos». Asimismo, al inicio de la guerra, en 1895,
el entonces líder de la oposición liberal, Práxedes Mateo
Sagasta, con apasionamiento inusitado previno ante el parlamento que el gobierno
español estaba dispuesto a «invertir el último hombre y la última
peseta para aplastar la rebelión cubana». Más tarde, a la
vista de las circunstancias en Cuba y en el mismo territorio español,
modificó totalmente aquella premisa, puesto que llegado el momento de
reflexión, ante la proximidad de la derrota que se intuía en aquel
verano de 1898, aparece en un artículo editorial de El Nacional, respecto
a aquella defensa a ultranza para conservar Cuba, lo siguiente: «cueste lo
que cueste se transforma en pérdida de los fundamentos integristas
preconizados, para acercarse más al sentido lógico y de
racionalidad», y para intentar «salvar lo que se pueda». En dicho
editorial del día cuatro ya expresaba el problema cubano en estos términos»...
con una deuda que alcanza los 3.000 millones de pesetas, una inevitable guerra
con los EE. UU. y todo perdido, y con la autonomía radical en Cuba
que es igual a la independencia que además los cubanos terminaron
por no acatar lo que supone la anarquía, ... ¿pero es que
nadie ha pensado en una anexión pactada y beneficiosa para España o
la venta en firme proyectada, pero no posible que garantice las
propiedades de los peninsulares y nos redima de la deuda?
Todo este deseo se esfumó puesto que el escenario cambia radicalmente
en el estallido de la guerra hispano-americana, ya irreversiblemente provocada
por los intereses «yanquis», y cuyo desenlace, de todos conocido,
provocó el mayor desasosiego y pesimismo jamás conocido en la
Historia.
(*) Miguel Leal Cruz es Licenciado en Geografía e Historia y
Periodismo |