Emilio Ichikawa Morin. El
Nuevo Herald
La novela 'Milagro en Miami' (Planeta, 2001), de Zoé Valdés,
me recuerda como ninguna otra a 'El color del verano', de Reinaldo Arenas. Las
aproxima, por ejemplo, el ritmo vertiginoso; el bautizo irreverente de los
personajes con nombres que hiperbolizan sus síntomas y cualidades; el
cierre literario con un absurdo carnaval que resuelve el destino de la isla.
Salman Rushdie abrió el mar para que volaran al origen los "versos
satánicos''; ellos hacen naufragar de alegría un pedacito de
tierra en aras de lo mismo.
Pero esta comunión va mas allá de las obras y llega a la
textura misma de los autores. Sobre ambos se cierne con fuerza creciente la
maldición de la propaganda oficial castrista. Hay quien ha llegado
incluso a negarles la condición de artistas, descalificando como "panfletos''
a algunos de sus libros. Un doble error.
Primero, porque el género panfletario no congenia con la narración
ficcional, que es el terreno donde ellos se desenvuelven con frecuencia mayor.
Segundo, porque aunque panfletarios fueran algunos de sus trabajos, eso no basta
para excluirlos del ámbito de lo literario. El panfleto es un género
legítimo en la historia de la literatura occidental; de hecho, la palabra
inglesa pamphlet no posee contenido peyorativo. Algo que, por cierto, puede
inferirse del estudio del folleto Panfleto y literatura, de la profesora Beatriz
Maggi, que estos fiscales del alma debieran conocer al menos por haberse
publicado en La Habana.
Pero Arenas y Valdés no califican simplemente como "escritores
malditos''. En malditos los convirtió el maltrato. Nadie nace terrible.
En la Biblioteca Nacional de Cuba la bibliógrafa Aracelis García
Carranza me evocó una vez a Reinaldo Arenas como un joven amable y cariñoso;
incluso dulce, aunque pueda parecer sorprendente. Una amiga guarda una edición
de Celestino antes del alba, dedicada por el autor a Alga Marina Elizagaray, que
transpira paz y felicidad.
De la única vez que he conversado con Zoé Valdés puedo
decir otro tanto. Fue una tarde azul, en casa del matrimonio de Marlen y Jorge
Ferrer, en el borde sur de la habanera calle Línea. Llevaba bajo el brazo
el manuscrito de La nada cotidiana, pero más que una escritora sagaz era
primero una madre tierna. Lo otro, el rostro duro y la letra acusadora, vino
después; una tarde de libros y novia cuando encontré la novela ya
publicada en la biblioteca del pueblito mediterráneo de Burjasot.
Zoé Valdés ha escrito ahora una novela sobre Miami en un París
invernal. Ha tallado caoba en casa del herrero; es decir, ha corrido un riesgo.
El riesgo de celebrar a la ciudad que ciega, Miami, en la Ciudad Luz. En épocas
en que algunos de sus vástagos reniegan de esta ciudad, Zoé Valdés
ha hecho un milagro a través del atrevimiento.
Me dijeron que la novela era un policíaco cargado de suspenso. Pero
creo que es un error. El suspenso desatiende el camino en aras de la meta,
descuida los pasos en busca de la llegada, y Milagro en Miami no se deja leer así,
preguntando por el asesino. En esta novela hay menos historia que literatura; en
ella todo es importante. Una tesis, un juego lingüístico, una
propuesta política, una esperanza o un homenaje en clave a la amistad
probada.
Las intuiciones artísticas de este libro pueden ser muy provechosas
para sus lectores más cuidadosos. A mí, por ejemplo, me convencen
definitivamente esas observaciones que pudieran calificar en una suerte de
sicología de la ciudad. Es muy difícil no asentir, por ejemplo,
ante los juicios avanzados sobre Miami; ciudad que, en efecto, amansa y castiga,
duele y congratula. Todo a la vez.
Pero lo que más agradezco a Milagro en Miami es haberme ofrecido la
posibilidad, a esta altura de mi vida, de rectificar el concepto que tenía
de la felicidad. Ya lo sé: ni una carrera brillante, ni una novia bella,
ni una pistola humeante por la calentura. La felicidad es paliquear en un portal
de una casa campestre de Homestead.
Y esto es lo paradójico de la literatura de Zoé Valdés
(también de Arenas): destruye la utopía solemne y, en lugar del
sin sentido, nos ofrece una utopía nueva; esta vez centrada en el placer
y la individualidad familiar. No lo saben los políticos, pero un invierno
descomunal que nos obligue a acurrucarnos en abrazos, es lo único que
podrá hacer el milagro. Y no sólo en Miami.
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