Belkis Cuza Male. El
Nuevo Herald julio 20, 2001.
El señor Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional,
aspira a sustituir a Fidel Castro. El señor Pérez Roque, ministro
de Relaciones Exteriores, aspira a sustituir a Fidel Castro. El señor
Carlos Lage, sesudo funcionario que inventó la dolarización,
aspira a sustituir a Fidel Castro. El general de división Abelardo Colomé
aspira a sustituir a Fidel Castro. Pero Fidel Castro ha levantado el dedo para
señalar a su hermano, el también ya senil Raúl. Todos, sin
embargo, hacen cola ahora, como frente a cualquier bodega habanera, dispuestos a
esperar los resultados del "premio gordo''.
Salta a la vista que la pesadilla no va a terminar con la muerte de Fidel
Castro. Que el país no va a despertar del horror de un día para
otro. Que no va a volver la democracia de hoy para mañana. Que, en
cambio, quizás ocurra algo para lo que no estamos preparados. Algo que,
si se mira bien, está ahí dentro de la pesadilla misma: el
discurso al revés, porque quienquiera que sea el escogido (menos el
hermanísimo), llegará para hacer las cosas a su manera. Es decir,
va a borrar a Fidel Castro del mapa, lo va a sacar de su mausoleo y va a tirarlo
en una oscura tumba del cementerio de Colón. Dirá que el máximo
líder estaba loco, que se equivocó, que llevó el país
al caos. Dirá lo que todo el mundo sabe. Lo que esperábamos oír.
Y aquí es donde radica la nueva pesadilla moral. El mandamás
sustituto se proclamará demócrata, se rasgará las
vestiduras para hacernos creer que nunca, nunca, estuvo de acuerdo con la política
de Fidel Castro, que nunca fue comunista de corazón, que sencillamente
cayó en la trampa. Que se equivocó. Y así hasta el
infinito.
Y es que en política, lo que menos cuenta es "la moral'', sino
el pragmatismo. Lo hemos visto en otros países con transiciones, donde
los nuevos gobernantes eran parte de la nómima del dictador. Esa es la
política, la que por desgracia sólo parece tener objetivos
concretos, a tono con los tiempos que corren, y donde preside la eficiencia, no
la embriaguez del subcomandante Marcos, ni las boconerías de Chávez.
Así que los cubanos del exilio no deberíamos impacientarnos con
las recientes decisiones del presidente Bush con respecto a la ley Helms-Burton.
Hubiéramos querido que Bush actuase como un cubano más de la Calle
Ocho, que no antepusiera los intereses de este país a los nuestros. No
nos han bastado sus rotundas declaraciones en contra de la tiranía
castrista. Querríamos acciones contundentes. Por querer, queremos mal.
Porque la política tiene sus reglas, sus intereses, no podemos
sorprendernos. Vemos cómo el enemigo de ayer se convierte en el amigo de
hoy, y cómo al exilio van llegando no sólo las víctimas del
comunismo, sino hasta funcionarios del régimen, gente con altas
posiciones, que disfrutaban de las prebendas del tirano, que han tenido
responsabilidad en muchas malas acciones. Y han llegado con la esperanza de que
los aceptemos. Y los hemos aceptado. Al que se equivocó, al que deserta,
le abrimos las puertas.
No estoy hablando de los agentes castristas, ni de los infiltrados, ni de
los espías. Porque los hay que llegan al exilio con el único propósito
de sembrar el odio o de hacerle la propaganda al tirano, y se aprovechan del
resentimiento de ciertos periódicos del norte para denostar al exilio.
Consideran a Castro un amigo y se duelen de su patatús. ¿Por qué
no regresan a la isla y continúan escribiendo sobre las hazañas
del héroe? Resulta difícil estar en el exilio y ejercer el perdón,
lo sé. Hace muchos años, a finales del 59, le oí decir al
propietario de una gasolinera en Santiago de Cuba, que se había negado a
venderle al poeta manzanillero y viejo comunista Manuel Navarro Luna porque no
le gustaban ni su poesía ni su militancia. Pero que en cambio no le
importaba que Guillén fuese también un comunista, porque era un
gran poeta. Desde entonces me ha rondado este recuerdo y lo que encierra, su
praxis de perdón condicionado por la calidad. ¿Qué sería
lo correcto? ¿Habría que odiar a los dos por ser comunistas?
Pienso en el azul del cielo cubano, en la brisa que entra por los altos
ventanales, en la cadencia del paisaje, en los atardeceres y en el rocío
de la mañana campesina, ajenos a todo lo que no sea ese "álbum
cubano de lo bueno y lo bello'' que debería haber sido siempre la isla. ¿Alguien
torció nuestro destino? Nunca es tarde para comenzar de nuevo. En unos
cuantos años más a la redonda no nos acordaremos del tirano, y la
palabra revolución habrá quedado borrada para siempre del
diccionario de las desgracias cubanas. Pero para que esto suceda sin
derramamientos de sangre hay que empezar ya, ahora, a perdonar. No me canso de
escribir la palabra perdón. Quizás es la que menos gusta al
exilio. Pero la que necesitamos oír.
BelkisBell@Aol.com
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