Jesús Díaz. El
País. Martes, 10 de julio de 2001.
Aida Valdés Santana, coordinadora nacional de la Asociación de
Presos y Expresos Políticos Cubanos, ha inaugurado en La Habana una
exposición sobre el presidio político en la Cuba contemporánea.
Según el diario digital Encuentro en la red (www.cubaencuentro.com):
'Fotografías, cartas de detenidos, denuncias de violaciones escritas
desde las cárceles y otros documentos conforman la exposición',
que además de la denuncia y del rescate de la memoria tiene también
el objetivo de iniciar una campaña por la liberación de los presos
políticos que actualmente se encuentran en las cárceles de la
isla.
El presidio político en la revolución cubana ha sido uno de
los más atroces y sin ninguna duda el más ignorado de la historia
contemporánea de América. Mientras que el Chile de Pinochet o la
Argentina de Videla constituyen zonas emblemáticas del mal en el
imaginario colectivo, la Cuba de Castro puede ser utopía, burdel, lugar
de ocios y negocios, fuente de inspiración para amables comedias
cinematográficas o novelas exóticas o bien parque temático
-Vicente Verdú dixit- donde se funde y se confunde todo; pero del que el
presidio político está rigurosamente excluido.
Sabemos que los primeros campos de concentración de los tiempos
modernos se establecieron en Cuba a fines del siglo XIX (Joël Kotek y
Pierre Rigoulot Le siècle des camps, Lattès, París, 2000).
Consistieron en la 'reconcentración' de los campesinos en poblados/cárceles
para evitar que apoyaran a los ejércitos cubanos en la Guerra de
Independencia (1895-1898), y sirvieron de modelo a los campos de concentración
ingleses en Suráfrica durante la Guerra de los Boers.
Es prácticamente desconocido, sin embargo, que esta política
concentracionaria también sirvió de modelo a la represión
castrista contra los campesinos del El Escambray, macizo montañoso de la
región central de la isla, donde operaron guerrillas antigubernamentales
durante el decenio del sesenta. En una entrevista publicada en el número
20 de la revista Encuentro de la cultura cubana -que incluye un amplio dossier
sobre el presidio político-, el doctor José Luis Piñeiro
narra con espeluznante lujo de detalles la experiencia que sufrió de niño
en los 'pueblos cautivos' creados por el castrismo en la provincia de Pinar del
Río, en el extremo occidental de Cuba, adonde fue trasladado por la
fuerza junto a su familia. El gobierno, que además expropió sus
bienes, quería impedir y castigar así el posible apoyo campesino a
la guerrilla, justamente como en tiempos de la colonia.
La historia de los 'pueblos cautivos', que tenían una sola entrada y
una sola salida y en los que convivían, pared por medio, familias de
presos con familias de carceleros -niños presos y niños
guardianes, un horror que ni siquiera Dante pudo imaginar- es uno de los tantos
agujeros negros de la historia contemporánea de Cuba. Piñeiro
testimonia la existencia de veintiún 'pueblos cautivos' y cifra la
población penal del que le tocó en desgracia en tres mil familias,
con lo cual, si calculamos en seis individuos el promedio de miembros de cada
familia, podemos obtener una idea aproximada de la magnitud de la tragedia.
Otro agujero negro de esta historia terrible es triste y paradójicamente
célebre, aunque no por ello menos desconocido en profundidad. Me refiero
a la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), eufemismo para
designar el trabajo forzado, variante contemporánea de la esclavitud. La
UMAP, que funcionó entre 1963 y 1967, es conocida -hasta el punto de que
a veces intelectuales al servicio del castrismo se dan el lujo de reconocerla
como un 'error'-, porque en sus unidades se concentró a los homosexuales
con el objetivo declarado de 'reeducarlos mediante el trabajo'. Lo cierto es que
las víctimas de ese experimento de biología social de clara
inspiración fascista no fueron sólo los homosexuales sino también
los jóvenes religiosos, rockeros, o desafectos ideológicos, como,
por ejemplo, el actual cardenal cubano Jaime Ortega Alamino o el músico
Pablo Milanés.
En Los trabajos forzados en Cuba (Revista Encuentro de la cultura cubana, número
20), Héctor Maseda cifra en 30.000 el número de jóvenes que
fueron represaliados en esos campos de concentración. Uno de sus
entrevistados, José Olimpio Diviñón, describe así el
día de trabajo: 'La jornada laboral comenzaba a las 6 de la mañana
y concluía a las 7 u 8 de la noche. Almorzábamos en el campo, con
20 minutos de descanso (...) No se nos permitía hablar entre nosotros ni
dirigirnos a los guardias. Al regresar al campamento nos bañábamos
con agua helada, si la había. A las 10 y 30 de la noche nos acostábamos
y electrificaban la cerca que rodeaba el campo'. Otro entrevistado, Raimundo
Jorge Martínez, rockero, relata: 'Hubo discusiones serias entre custodios
y recluidos. Recuerdo a uno que le decían Elegua. Se negó a
trabajar un día por sentirse enfermo. El teniente lo amenazó y
golpeó. El muchacho sacó un machete que tenía escondido y
lo descargó contra brazos y piernas del militar. A Elegua lo llevaron
preso a Camagüey. Le celebraron juicio sumario, fue condenado a muerte y
fusilado. El carcelero quedó discapacitado de por vida'.
Los prisioneros políticos del penal de Isla de Pinos, situada al sur
del archipiélago cubano, también fueron sometidos a la tortura del
trabajo forzado. Según declaraciones del psiquiatra Lino Fernández
al autor de este artículo, hubo allí durante años un
promedio de seis mil prisioneros políticos. 'El día que empezó
el trabajo forzado en Isla de Pinos' -me dijo Fernández- 'hubo un
muchacho que hizo cierta resistencia y lo atravesaron con una bayoneta en el estómago.
Lo mataron. Se llamaba Ernesto Díaz Madruga. Tenía 21 años.
Sabíamos que nos estaban poniendo a trabajar como esclavos'. Fernández,
que estuvo 18 años como prisionero político del castrismo, enumeró
en la entrevista las infernales torturas a las que fueron sometidos -descritas
también en los estremecedores testimonios del libro colectivo El presidio
político en Cuba comunista (Icosocv Ediciones, Caracas, 1982)-. El
objetivo principal de esos tormentos era demoler psíquicamente al
torturado hasta hacerlo abjurar de sus ideas y rendirse a las del torturador; un
método que parece inspirado en los procesos de Moscú, pero que en
el caso cubano procede directamente de la profunda raíz inquisitorial del
castrismo.
Quiero subrayar explícita y enfáticamente que no estoy
hablando sólo del pasado. Hace apenas unos meses, desde la Prisión
de Mujeres de Occidente, más y mejor conocida como 'Manto negro', la
prisionera de conciencia Maritza Lugo Fernández hizo llegar un dramático
Yo acuso -publicado también en Encuentro en la red: 'Yo acuso al gobierno
dictatorial implantado en Cuba y a su brazo represivo, la Seguridad del Estado,
por las injusticias y abusos que cometen contra el pueblo cubano, la población
penal y, muy en especial, contra los presos políticos y de conciencia'.
El citado diario digital publicó también una denuncia escrita en
febrero de este año por Marta Beatriz Roque Cabello, Félix Bonne
Carcassés y René Gómez Manzano, que padecieron prisión
política por el 'delito' de escribir y publicar, junto a Vladimiro Roca,
una crítica de la realidad nacional titulada La patria es de todos. En su
reciente denuncia los tres exigen la libertad de Roca, que sigue en prisión
por un capricho personal de Fidel Castro: castigar en el disidente Vladimiro el
'delito' de ser hijo de Blas Roca, un ilustre dirigente comunista, ya fallecido.
En base a su propia experiencia reciente, los tres condenan: '... los métodos
empleados por las actuales autoridades penitenciarias, que han llevado algunos a
realizar, en señal de protesta, automutilaciones espantosas, como la de
vaciarse los ojos o cortarse las manos'.
Pese a la violencia de las torturas, cuyos extremos son la pena de muerte
por fusilamiento, el simple asesinato, o el dejar morir a un prisionero en
huelga de hambre -como ocurrió, entre otros, en el caso del líder
estudiantil Pedro Luis Boitel a principios de los sesenta-, el castrismo no ha
conseguido quebrar el espíritu de resistencia del presidio político
cubano. La investigación que llevo a cabo en la actualidad sobre el tema
me ha permitido acercarme a decenas de personas que purgaron condenas de quince,
veinte o veinticinco años, condenas tan largas como jamás ha
habido en la historia de Cuba por causas políticas. Ninguno odia, ninguno
ha cedido un ápice en las convicciones democráticas por las que
pagaron con parte de sus vidas. No piden venganza sino justicia, conciencia y
memoria.
Creo que es un deber moral de todos los demócratas luchar contra la
amnesia y el silencio. La dictadura cubana, pese a todas sus baladronadas, no es
inmune a la presión de la opinión pública internacional y
muy particularmente de la española. Una buena manera de contribuir a
mejorar la suerte de los presos políticos en la isla sería que las
organizaciones de derechos humanos de la península ayudaran a exponer,
también aquí, la historia y el presente del presidio político
cubano, e invitaran a España a las organizadoras de la exposición
de La Habana para permitirles exponer la verdadera dimensión de esta
tragedia.
Jesús Díaz es escritor cubano exiliado en Madrid, donde
dirige la revista Encuentro de la Cultura Cubana y el diario digital
Encuentro en la Red
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