Conozco la
bondad
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, julio - Está más que dicho que en las épocas
de crisis no son precisamente las virtudes las que florecen. La gente se
despelleja por una papa, crecen las fullerías y las miserias, engorda el
egoísmo. Sin embargo, después de más de cuarenta años
de crisis, en Cuba existe la bondad. Yo la conocí personalmente. Y se
llama Laura.
Mi amigo Miguel Angel Ponce está enfermo. Sus viejos pulmones de
fumador empedernido se le han convertido en una pesadilla. El vive sólo
en un solar de la calle Mercaderes, en la Habana Vieja. El mucho dinero que
valen los cuadros de su padre, uno de los más altos exponentes de la
vanguardia plástica cubana, el pintor Fidelio Ponce de León, no
está en sus manos ni en sus bolsillos. Su madre no está para
besarle la frente cuando en las tardes él arde de fiebre. Sus amantes,
hembras y varones, con la edad han desaparecido.
Pero Poncito, con alma de jardinero paciente, ha cultivado, desde siempre,
la amistad. No está sólo. A su cama de enfermo llegan sonrisas y
mimos, chistes y libros, correos y saludos. Si algo lo molesta es no poder
zapatear la Habana como acostumbra.
Y entra Laura en escena. Ella no permitió que la soledad lo
acogotara. Lo llevó a su casa de la calle Neptuno y allí lo
atiende como al niño que sigue siendo Poncito aún después
de "tantos palos que le dio la vida".
Laura es pequeñita y hacendosa. Tiene en los ojos la claridad de
todas las auroras. En sus manos lleva el alivio para muchos males, conoce los
conjuros para alegrar el corazón y sabe las plegarias para que el plato
magro tenga sabor a gloria. Nunca la he visto triste. Va "de su corazón
a sus asuntos" con la levedad del ángel y la fuerza del dragón.
Nada la derrota. Es pétalo y espada. Yo la he visto buscar los alimentos
con la fortaleza del cazador antiguo y luego, como a un bebé pequeño,
ponerlos en la boca de Poncito.
No sé si merezca elogios o unción esta mujer. Pero lo que si sé
es que en mi corazón ella misma se erigió un altar. Allí
vivirá sin que siquiera Héctor Maseda, su esposo merecedor de
ella, pueda bajármela nunca. Laura se tornó inefable. Lástima
que yo no sea Petrarca ni estos tiempos sean los de la Italia medieval y pueda
yo escribir un soneto que la inmortalice y marque el renacer de tiempos
venideros mucho más bondadosos.
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