CUBANET .INDEPENDIENTE

9 de julio, 2001


Conozco la bondad

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, julio - Está más que dicho que en las épocas de crisis no son precisamente las virtudes las que florecen. La gente se despelleja por una papa, crecen las fullerías y las miserias, engorda el egoísmo. Sin embargo, después de más de cuarenta años de crisis, en Cuba existe la bondad. Yo la conocí personalmente. Y se llama Laura.

Mi amigo Miguel Angel Ponce está enfermo. Sus viejos pulmones de fumador empedernido se le han convertido en una pesadilla. El vive sólo en un solar de la calle Mercaderes, en la Habana Vieja. El mucho dinero que valen los cuadros de su padre, uno de los más altos exponentes de la vanguardia plástica cubana, el pintor Fidelio Ponce de León, no está en sus manos ni en sus bolsillos. Su madre no está para besarle la frente cuando en las tardes él arde de fiebre. Sus amantes, hembras y varones, con la edad han desaparecido.

Pero Poncito, con alma de jardinero paciente, ha cultivado, desde siempre, la amistad. No está sólo. A su cama de enfermo llegan sonrisas y mimos, chistes y libros, correos y saludos. Si algo lo molesta es no poder zapatear la Habana como acostumbra.

Y entra Laura en escena. Ella no permitió que la soledad lo acogotara. Lo llevó a su casa de la calle Neptuno y allí lo atiende como al niño que sigue siendo Poncito aún después de "tantos palos que le dio la vida".

Laura es pequeñita y hacendosa. Tiene en los ojos la claridad de todas las auroras. En sus manos lleva el alivio para muchos males, conoce los conjuros para alegrar el corazón y sabe las plegarias para que el plato magro tenga sabor a gloria. Nunca la he visto triste. Va "de su corazón a sus asuntos" con la levedad del ángel y la fuerza del dragón. Nada la derrota. Es pétalo y espada. Yo la he visto buscar los alimentos con la fortaleza del cazador antiguo y luego, como a un bebé pequeño, ponerlos en la boca de Poncito.

No sé si merezca elogios o unción esta mujer. Pero lo que si sé es que en mi corazón ella misma se erigió un altar. Allí vivirá sin que siquiera Héctor Maseda, su esposo merecedor de ella, pueda bajármela nunca. Laura se tornó inefable. Lástima que yo no sea Petrarca ni estos tiempos sean los de la Italia medieval y pueda yo escribir un soneto que la inmortalice y marque el renacer de tiempos venideros mucho más bondadosos.


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