¡Ojalá
que nunca más!
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, julio - Esta madrugada recuerdo a los extranjeros que me
visitaron en el año 1997. La habitación donde vivo ha mejorado un
poco, pero tiene la vetustez fantasmal del que vive en un continuo sobresalto.
Uno flota en el churre. De cuando en cuando me lleno de valor y hago una
limpieza. Lo que sucede es que mi cabeza recibe ideas mientras duermo. Cuando me
levanto a lo único que atino es a preparar café o té y me
pongo a escribir. Estoy convencido de que si limpiara la casa malgastaría
mi tiempo como un tonto. Con las palabras sí se puede luchar, si uno
tiene voluntad. Pero la guerra contra el polvo es como arar en el mar.
Esta nota la escribo en la cumbre de la madrugada, con soledad y silencio,
que son los mejores aliados de la escritura.
Cualquiera diría que soy vago porque no me gusta limpiar. Eso está
lejos de la verdad. Yo tuve que limpiar mucho piso en un hospital y cargar
muchas cabillas de acero en la Antillana "José Martí". Y
un trabajo que requiere más sacrificio y voluntad es la escritura.
Son pocas las personas que agradecen este vicio. Vicio que es el terror de
los gobiernos totalitarios, especialmente si se trata de gobiernos que no son
capaces de abaratar el consumo de alimentos de la población, con calidad.
Yo amo las palabras. Pero primero que las palabras están los
alimentos. ¿De qué sirve ser ciudadano culto sin alimentos con
calidad?
Sin embargo, últimamente han proliferado en diferentes municipios de
la capital locales humildes, pero limpios, donde venden arroz con potaje al módico
precio de 20 y 30 centavos en moneda nacional, así como otros alimentos
rudimentarios que resuelven el hambre. La mayoría de las personas que
acuden a estas instalaciones son gente sin familia, viejos y viejas jubilados,
alcohólicos... Yo puedo escribir sobre este asunto porque hasta hace poco
estuve sufriendo hambre.
Esta madrugada pensé en amigos periodistas extranjeros que me
visitaron entre los años 97 y 98. Dentro de mis habitaciones
calenturientas supieron de mi extrema pobreza. Si ahora volvieran me encontrarían
en la misma habitación, pero con la diferencia de que ya no tengo que ir
a los comedores populares.
Sin embargo, aunque ya no tengo que ir a esos locales por una necesidad biológica,
no significa necesariamente que no existan otras necesidades, como por ejemplo
la intelectual, que me obliga a reportar como periodista todo cuanto observo en
la calle.
Y en la calle observo, con una alegría conservadora, que el potaje,
el arroz y las croquetas están al alcance de los más necesitados
como ocurrió en la década de los 70, cuando las cajetillas de
cigarros subieron a veinte pesos y recuerdo que vi (y también lo hice) a
hombres de cuello y corbata agacharse en la vía pública con
discreción y recoger colillas de cigarrillos junto a los contenes de las
aceras.
Pero, que Dios me perdone por lo que voy a escribir ahora -y después
de leer el texto mis enemigos dirán que Dios no me perdonará)- ¡ojalá
que nunca más en lo que me resta de vida tenga yo que recalar, como un
automóvil fuera de uso, en esos garajes gastronómicos de mala
muerte!
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