Andres Hernandez Alende. Publicado el jueves, 5 de julio de
2001 en El Nuevo Herald
Cuando Fidel Castro se desplomó la semana pasada en la tribuna, se
reanimaron las esperanzas de varios millones de cubanos deseosos de que concluya
el régimen que durante cuatro décadas ha suprimido la libertad en
la isla y la ha situado en materia de empobrecimiento económico muy cerca
de Haití.
En efecto, el desmayo de Castro se vio como un preludio de la cercana
desaparición física del tirano. Mucha gente en Cuba tiene que
haberse alegrado, discretamente, por supuesto, no fuera a ser que la policía
o los chivatos del comité advirtieran las manifestaciones de regocijo. En
Miami, donde todos los días ejercemos la libertad de expresión
criticando a "la hiena de Birán'' y a los comunistas en el mundo
entero, pero nos callamos la boca ante muchas atrocidades que se cometen a nivel
local, también hubo un estallido de júbilo. La alegría se
reflejaba dondequiera: en los cafés cubanos, en los medios de comunicación
en español, siempre ansiosos por congraciarse con la audiencia, en el
humor burdo de algunos cómicos, humor que en cualidad pedestre no se
diferencia mucho del que se hace en la isla, sólo por el signo político
contrario.
Más que alegría, el desmayo de Castro en la plaza pública
debe incitarnos a la reflexión. Hemos designado a Castro nuestro chivo
expiatorio, condición resumida en el slogan de "No Castro, no
problem'', que hace unos años desató una fiebre de calcomanías
en los guardafangos de nuestros automóviles. Castro, efectivamente, es el
artífice mayor de las desgracias del pueblo cubano en estas cuatro
penosas décadas. Pero no es el único culpable, ni creo que su
muerte haga desaparecer todos nuestros males.
Castro se ha mantenido en su trono de sangre durante un período
inexplicablemente largo gracias a la complicidad de una buena parte de la
población cubana, de las decenas de miles de compatriotas que
respondieron al "llamado de la patria'' e integraron alegremente
escuadrones de policías criminales, grupos de chivatos, turbamultas de
abusadores, milicias de represión, legiones de soldados que
ensangrentaron el paisaje de Angola, de Etiopía, de Guinea, cuadrillas de
espías que se infiltraron en media América Latina, en Estados
Unidos, en muchos países más, comités de vigilancia y
delación en cada cuadra ("en cada cuadra, un comité'', pedía
el cantautor Silvio Rodríguez, y multitudes respondieron afirmativamente
a su exhortación). Hoy, muchos de esos ex acólitos del chivo
expiatorio disfrutan de un cómodo exilio en Norteamérica o en
Europa, sin que se les haya oído una sola palabra de arrepentimiento. La
complicidad de tantos cubanos con el castrismo exige un riguroso estudio de la
idiosincrasia nacional.
Castro no es el único culpable, ni creo que su muerte haga
desaparecer todos nuestros males
En Miami, la porfiada firmeza de nuestra "postura vertical'' frente a
la tiranía cubana ha impedido que estemos realmente preparados cuando
llegue el fin del déspota. No tenemos un solo partido político con
un programa de transición serio y realista y con un reconocimiento en la
isla. El esfuerzo más inteligente y viable en ese sentido, la Plataforma
Democrática Cubana, ha pasado al olvido, acallado por nuestra retórica
bélica. Todavía hay muchos en Miami que ven con sospecha a la
disidencia interna en Cuba, la única esperanza de democracia en el
inminente panorama cubano, cuando Castro muera, un desgastado hermano Raúl
lo suceda y políticos y militares traten de asegurarse una parcela de
poder y privilegios. El discurso beligerante está totalmente desconectado
de la realidad, y no hemos sabido aprender gran cosa de otros pueblos que han
llevado a cabo transiciones pacíficas y efectivas de la dictadura a la
democracia.
Temo que a pesar de la alegría por el anunciado fin de Castro, la
desaparición del chivo expiatorio no se llevará muchos pecados que
nos plagan: el fanatismo político, la intolerancia hacia la opinión
discordante, el machismo, el racismo, la adoración del poder, la
debilidad de nuestra vocación democrática. Males que el castrismo
glorificó y aprovechó en la isla, y que también en gran
medida saltaron el estrecho de la Florida. Por eso no basta con la muerte de
Castro: hay que sanear además la cultura política de la nación.
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