CUBANET... INTERNACIONAL

Julio 2, 2001



Y Castro descendió a los infiernos

Gina Montaner. Publicado el lunes, 2 de julio de 2001 en El Nuevo Herald

Madrid -- "El comandante sufrió un ligero descenso'', dijo Pérez Roque visiblemente nervioso. En realidad, a Castro le había dado un vahído como a las damas de antaño. Se le había ido el santo al cielo. La cosa era más de telele, pero el ministro de Exteriores, confundido ante lo inesperado, optó por un término más aséptico. A no ser que se refiriera a que, en el momento preciso del desmayo, el comandante había descendido a los infiernos para luego volver en sí. Porque está claro que lo suyo no va a ser la ascensión con angelitos guiándolo hasta un ático de nubes a la vera de Dios Padre. De existir el más allá y los premios y castigos por nuestras obras, cuando se vaya definitivamente de este mundo Fidel Castro comenzará un descenso acelerado que lo depositará en la caldera del fuego eterno junto a los malvados de la historia. De ahí la acertada expresión de Roque.

La escena del pasado sábado con Castro más pa'llá que pa'cá demuestra que la cosa va en picado. Era de esperar. Se trata de un anciano frágil al que los años le pesan. Como es muy suyo, está empeñado en perpetuar la imagen del joven barbudo que habla doscientas horas en la Plaza de la Revolución, pero el hombre ya no está para esos trotes. Tras dos horas de diatriba el dictador se desmadejó en pleno discurso y, bajo un sol asesino, alucinó en colores. La verdad es que si Raúl, Roque, Lage y el resto de la corte no pueden convencerlo de que se dedique más a jugar al dominó en el declive de su vida, yo optaría por los atrezzos que acompañan al Papa tipo sombrillas, bastones, toldos y muchas sales, que son muy socorridas. Incluso lo aligeraría de ropa, porque el fatigue y el camuflaje resultan muy engorrosos a sus casi ochenta años. Y es que en cuestión de modas Castro ha sido un fashion victim de su propio marketing. En este otoño del patriarca yo apostaría más por el lino o un toque de guayabera con sombrero de guano.

A estas alturas, y después de matarlo y resucitarlo cada verano a la sombra versallesca del Versailles de la Calle Ocho, no voy a apresurarme a descorchar la botella de Veuve Clicquot reservada para la ocasión por un quítame ahí ese mareo en plena canícula. Pero es innegable que una imagen vale más que mil palabras. Hasta ahora habíamos vivido del consuelo de la rumorología: que si tiene mal los pulmones, que si le dio una isquemia, que si el corazón le falla. Nada más que rumores en torno a una muralla de secretismo. Faltaba la foto, el vídeo de su incuestionable decrepitud, que no es nada más que la afirmación de algo tan obvio como que, un día de éstos, Castro se va al otro barrio como cualquier hijo de vecino. Por eso, el desmayo del pasado sábado, cuando las cámaras no pudieron evitar trasmitir al mundo el rostro demacrado y ausente del anciano, valió más que todas las hipótesis, teorías y conspiraciones. La perversión final de los dictadores es hacernos creer lo increíble: que vivirán eternamente y que por siempre jamás controlarán nuestros destinos. Y nosotros, bajo el síndrome de la desesperanza que inocula el victimario a la víctima, llegamos a creer lo que científicamente es imposible: la inmortalidad del torturador de nuestras vidas. De ahí nuestra patética indefensión psicológica.

Fidel Castro se va a morir como se murieron Stalin, Franco, Tito, o Papa Doc si no aparece antes un valiente que lo remate a golpe de magnicidio o un alma caritativa (con el pueblo) que le practique una eutanasia activa en una de sus sesiones de oxigenación. Lo más probable es que muera de puritito viejo después de un proceso degenerativo que incluirá pañales para la incontinencia, pérdida de memoria, relajamiento de esfínter y dificultad locomotora. De hecho, la oxidación del personaje está a la vista, pero tan acostumbrados estamos a su omnipresencia que nos hemos hecho insensibles a los cambios evidentes que han sufrido su físico y su mente. Fidel Castro ya no está para muchas fiestas. En el peor de los casos podría morir en la senectud como Burguiba, el sátrapa tunecino al que tuvieron que sacar de un consejo de ministros por su avanzado estado de Alzheimer. Lo que falta por recorrer es cuesta abajo. O sea, el descenso.

Según los cronistas, hubo gente que rompió en llanto ante el desmayo de Castro, a quien algún ex colaboracionista (hoy más olvidado que exiliado) ha preferido recordar como "antiguo compañero'' antes que como tirano. En La ilíada las plañideras también se echan a llorar, pero no se sabe si sus lágrimas son por la muerte de Aquiles o por sus propias miserias.

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