Jose Antonio Zarraluqui. Publicado el miércoles, 21
de febrero de 2001 en El Nuevo Herald
Reapareció Ernestino Abreu en Miami y los delegados castristas en el
sur de la Florida se pusieron todos a cantarle loas al compañero en jefe.
Que si se nos ha convertido al buen vivir, a la decencia, a la piedad, a la
humanidad. Alguno llegó a pedir que para reciprocar ese gesto bondadoso
correspondía al exilio exigir el desmantelamiento del "brutal
bloqueo comercial imperialista''.
Señores, Fidel Castro de bueno no tiene un pelo; de malo, todos los
de la barba. Me perdonarán los que ven en el perdón de Ernestino
Abreu un acto de contrición, porque lo que yo veo es la maniobra de un
ser cuya sevicia ignora todo límite. ¿Pruebas al canto? Dos de dos
mil citables:
La Habana, primavera de 1961. La familia de Humberto Sorí Marín
irrumpe en el despacho de Fidel una madrugada.
--¿Pero qué hacen aquí? --pregunta el joven patriarca--.
Veo caras pálidas, desencajadas, preocupadas.
Pues claro que estaban preocupados. Sabían de buena tinta que Fidel
había decidido despachar a Sorí. (Su segundo al mando durante la
guerrita llevada a cabo desde 1956 a 1958 en la Sierra Maestra.) Sorí Marín
había descubierto la traición fidelista, que estaba regalando la
revolución a los rusos cuando no era para regalársela a nadie que
tantos cubanos habían arriesgado el pellejo. Pero Fidel lo había
sorprendido y detenido. Y querían que Fidel fuera magnánimo.
--Bueno --les dio Fidel unas palmaditas en el hombro--, ahora a casa a
descansar. Les prometo ocuparme del asunto.
Confiaron y se fueron. No sospechaban que la madrugada anterior el
comandante en persona había ido a la Cabaña a ocuparse del asunto
y presenciar el fusilamiento de Humberto Sorí Marín. Esas cosas se
le van de la mente a cualquiera, sobre todo cuando se trata de un tipo tan
olvidadizo como Fidel. Y cuando han transcurrido los innumerables años
que caben en 24 horas.
La Habana, verano de 1989. Fidel se reúne con Arnaldo Ochoa y le
explica que los canallas imperialistas yanquis han descubierto el lío que
se trae con la cocaína y la marihuana y están en un tris de
causarle un daño irreparable a la revolución. Que la única
manera de impedirlo es echarle la culpa a alguien, porque la revolución
está por encima de cualquiera. Que el individuo ideal para ser
sacrificado es él, Ochoa, y así Cuba exhibe un chivo expiatorio y
se salva. Pero que no se preocupe porque la revolución mundial es
indetenible y, además, todo es pura pantomima. Que haga un harakiri público
y la revolución encontrará la manera de salvarlo.
Eso, a pesar de que Ochoa había ido por tres continentes derramando
sangre en cumplimiento de sus órdenes. Y de que el compañero
derramador de sangre en jefe le había colgado del pecho la primera
medalla de "héroe de la república de Cuba'', honor jamás
nunca visto e inventado expresamente para Ochoa.
Tras una payasada de juicio en el que todos los altos mandos militares
debieron votar la pena de muerte para el mejor soldado cubano, Arnaldo Ochoa fue
fusilado, dicen. Aunque también se dice que con un rostro pasado por el
cirujano plástico Ochoa continúa cometiendo travesuras mundo
adelante. Pero eso sería lo de menos. Lo que importa es la versión
oficial de la mafia habanera, pues ilumina la catadura de los involucrados.
Si semejante trato dispensa Fidel a quienes en algún momento formaron
parte de lo más in de su círculo íntimo, ¿qué
tratamiento podemos esperar de este individuo el resto de los mortales? No me
vengan ahora conque se compadeció de Ernestino.
Ernestino Abreu es un cubano por las cuatro cachas que enfermó de
saudade. Añoranza de las de verdad, no esa nostalgia que se inventaron en
La Habana los amiguitos de Alfredito Guevara para exprimirle el dolor al exilio.
Enfermo, además de saudade, de cáncer, decidió volver a su
isla amada. No la iba a liberar, a sus años y con sus dolencias, no iba a
inflamar en nadie la llama revoltosa que acabara con tanto oprobio. Iba únicamente
a despedirse del mundo en su país. Y no le importaba que lo capturaran
apenas desembarcar --como ocurrió--, ni que lo sorprendieran embriagado
con el olor y el color y el calor y el ruido cubanos en una calle cualquiera, en
un hierbazal cualquiera, ni que le descerrajaran un tiro en la cabeza, ni que lo
pusieran a languidecer en un calabozo. Le daba igual. Lo único que quería
era estar, en el momento ya cercano de cerrar los ojos, en Cuba, el sitio en que
nació, el que le pertenece, el que quiere por sobre todas las cosas y
alguien le arrebató.
Pues hasta eso le pareció demasiado, intolerable, al compañero
odiador en jefe. ¡A ése me lo mandan de vuelta a Miami, que será
un problema si se nos muere aquí! ¡Y de paso sáquenle alguna
lasca con el lío de los derechos humanos y la generosidad de la revolución!
Fidel, en efecto, indultó a Ernestino, pero no por buenas razones,
sino por muy malas razones.
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