CUBANET .INDEPENDIENTE

7 de febrero, 2001


Un día cualquiera

Manuel David Orrio, CPI

LA HABANA, febrero - Un día cualquiera en La Habana del picadillo de soya es un día cualquiera. Si uno es periodista independiente, y los caballeros de la Mesa Redonda de Fidel Castro le acusan de recibir de las "fuerzas tenebrosas" la bicoca de más de 4 mil 700 dólares en un trimestre, toda una fortuna para las condiciones isleñas, el mundo real tomará nota y procederá en consecuencia.

Mi esposa Regla recién vivió esa curiosa experiencia, cuando en una de sus acostumbradas visitas a la barriada marianense de Buenavista fue objeto, en un solo día, de las siguientes ofertas de venta: un horno microwave, una grabadora de 100 watts de salida, un juego de muebles, un equipo de video, tres vestidos, cinco pares de zapatos y una pareja de periquitos. Si la Mesa Redonda dice que usted "puede", pues la calle "ofrece". Lástima, cifras tan inexactas.

Sin embargo, un día cualquiera en La Habana del picadillo de soya no sólo trae semejantes aventuras, matizadas por la aparición en el Barrio Chino de una escultural jinetera que ha virado aquello al revés; hasta la están acusando de competencia desleal. Mi mujer se lesionó un pie el domingo 28. Nada grave, parece, pero lo suficientemente serio como para pedir a un amigo, dueño de automóvil, una visita al cuerpo de guardia del Hospital Ortopédico Fructuoso Rodríguez, enclavado junto al castillo del Príncipe. De inicio, techos y ventanas en bastante mal estado. A las dos de la tarde, aproximadamente, ya se puede pronosticar que a la noche no habrá iluminación apropiada, debido a que las lámparas fluorescentes allí instaladas operan a la mitad de su capacidad de diseño; de dos tubos, siempre uno. Las paredes, parece que se pintaron.

El diagnóstico de la lesión es fascitis plantar; el médico ordena reposo por siete días e inmovilizar el pie con una bota de yeso. Me dirijo al enfermero encargado de esta operación, a quien su instinto parece decirle que soy el hombre justo para una solicitud a la cubana: "Asere, dame un tiempo; a esta hora aún no he almorzado".

Media hora después retorna. Es delgado; su piel exhibe un color cetrino que me recuerda una anécdota de mi logia: el hermano más viejo y desnutrido viajó a los Estados Unidos. Tres meses después, un anciano robusto y de mejillas sonrosadas estuvo a punto de derribar la puerta de la logia cuando dio los toques del ritual. Entre los hermanos, desde entonces, se dice que Miami "avergüenza": la culpa la tiene el color de las mejillas de Emilio, quien se ha buscado problemas con el ala castrista de la fraternidad, debido a semejante subversión facial. Lamentablemente, el enfermero no almorzó en Miami, razón por la cual le pregunto por el menú.

"Arroz, lentejas y plátanos hervidos" -responde mientras sus manos modelan sobre el pie de mi mujer la bota de yeso. Mi esposa, entretanto, me llama la atención hacia una ventana de persianas francesas. De Francia, queda la mitad, ya comenzando a oscurecer bajo el techo del cuarto de yeso, lo que me da la oportunidad de depositar en el bolsillo de la bata del enfermero mi paquete de cigarrillos. "Uste´ es el mejor" -agradece.

Me imagino con el delantal puesto, en casa, durante los próximos siete días. No obstante, mi mayor preocupación es cómo retornar. Por lo pronto, dos problemas de transporte: la única silla de ruedas visible por todo aquello está ocupada; la piquera de taxis que se supone al servicio de los hospitales de la zona creo que desapareció. Pero tengo suerte: los dos teléfonos públicos instalados en el cuerpo de guardia del Fructuoso Rodríguez funcionan, de modo que puedo llamar a una amiga, quien a su vez me solicita un taxi dolarizado.

Mi esposa, por su lado, hace un número de acrobacias entre el cuarto de yeso y el vestíbulo del lugar. Un mozo de limpieza la ayuda, y su apoyo se extiende hasta la puerta del automóvil, aparecido como por arte de magia. Panataxi, dolarizada, y como dice su eslogan, "nacida con los campeones". El viaje es tan rápido y cómodo que apenas queda tiempo para guardar en la memoria la imagen del Hospital Pediátrico Pedro Borrás, ubicado al fondo de la piquera desaparecida, y cerrado por reparaciones sin fin desde años atrás. Ahí está, cerca del Castillo del Príncipe, diríase como albergue de fantasmas. Por supuesto, la llegada al hogar atrae a los vecinos. Alguien presta un par de muletas, y yo doy gracias a Dios, solamente gracias a Dios. Después de todo, no es más que un día cualquiera.


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