Un día
cualquiera
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, febrero - Un día cualquiera en La Habana del picadillo de
soya es un día cualquiera. Si uno es periodista independiente, y los
caballeros de la Mesa Redonda de Fidel Castro le acusan de recibir de las "fuerzas
tenebrosas" la bicoca de más de 4 mil 700 dólares en un
trimestre, toda una fortuna para las condiciones isleñas, el mundo real
tomará nota y procederá en consecuencia.
Mi esposa Regla recién vivió esa curiosa experiencia, cuando
en una de sus acostumbradas visitas a la barriada marianense de Buenavista fue
objeto, en un solo día, de las siguientes ofertas de venta: un horno
microwave, una grabadora de 100 watts de salida, un juego de muebles, un equipo
de video, tres vestidos, cinco pares de zapatos y una pareja de periquitos. Si
la Mesa Redonda dice que usted "puede", pues la calle "ofrece".
Lástima, cifras tan inexactas.
Sin embargo, un día cualquiera en La Habana del picadillo de soya no
sólo trae semejantes aventuras, matizadas por la aparición en el
Barrio Chino de una escultural jinetera que ha virado aquello al revés;
hasta la están acusando de competencia desleal. Mi mujer se lesionó
un pie el domingo 28. Nada grave, parece, pero lo suficientemente serio como
para pedir a un amigo, dueño de automóvil, una visita al cuerpo de
guardia del Hospital Ortopédico Fructuoso Rodríguez, enclavado
junto al castillo del Príncipe. De inicio, techos y ventanas en bastante
mal estado. A las dos de la tarde, aproximadamente, ya se puede pronosticar que
a la noche no habrá iluminación apropiada, debido a que las lámparas
fluorescentes allí instaladas operan a la mitad de su capacidad de diseño;
de dos tubos, siempre uno. Las paredes, parece que se pintaron.
El diagnóstico de la lesión es fascitis plantar; el médico
ordena reposo por siete días e inmovilizar el pie con una bota de yeso.
Me dirijo al enfermero encargado de esta operación, a quien su instinto
parece decirle que soy el hombre justo para una solicitud a la cubana: "Asere,
dame un tiempo; a esta hora aún no he almorzado".
Media hora después retorna. Es delgado; su piel exhibe un color
cetrino que me recuerda una anécdota de mi logia: el hermano más
viejo y desnutrido viajó a los Estados Unidos. Tres meses después,
un anciano robusto y de mejillas sonrosadas estuvo a punto de derribar la puerta
de la logia cuando dio los toques del ritual. Entre los hermanos, desde
entonces, se dice que Miami "avergüenza": la culpa la tiene el
color de las mejillas de Emilio, quien se ha buscado problemas con el ala
castrista de la fraternidad, debido a semejante subversión facial.
Lamentablemente, el enfermero no almorzó en Miami, razón por la
cual le pregunto por el menú.
"Arroz, lentejas y plátanos hervidos" -responde mientras
sus manos modelan sobre el pie de mi mujer la bota de yeso. Mi esposa,
entretanto, me llama la atención hacia una ventana de persianas
francesas. De Francia, queda la mitad, ya comenzando a oscurecer bajo el techo
del cuarto de yeso, lo que me da la oportunidad de depositar en el bolsillo de
la bata del enfermero mi paquete de cigarrillos. "Uste´ es el mejor"
-agradece.
Me imagino con el delantal puesto, en casa, durante los próximos
siete días. No obstante, mi mayor preocupación es cómo
retornar. Por lo pronto, dos problemas de transporte: la única silla de
ruedas visible por todo aquello está ocupada; la piquera de taxis que se
supone al servicio de los hospitales de la zona creo que desapareció.
Pero tengo suerte: los dos teléfonos públicos instalados en el
cuerpo de guardia del Fructuoso Rodríguez funcionan, de modo que puedo
llamar a una amiga, quien a su vez me solicita un taxi dolarizado.
Mi esposa, por su lado, hace un número de acrobacias entre el cuarto
de yeso y el vestíbulo del lugar. Un mozo de limpieza la ayuda, y su
apoyo se extiende hasta la puerta del automóvil, aparecido como por arte
de magia. Panataxi, dolarizada, y como dice su eslogan, "nacida con los
campeones". El viaje es tan rápido y cómodo que apenas queda
tiempo para guardar en la memoria la imagen del Hospital Pediátrico Pedro
Borrás, ubicado al fondo de la piquera desaparecida, y cerrado por
reparaciones sin fin desde años atrás. Ahí está,
cerca del Castillo del Príncipe, diríase como albergue de
fantasmas. Por supuesto, la llegada al hogar atrae a los vecinos. Alguien presta
un par de muletas, y yo doy gracias a Dios, solamente gracias a Dios. Después
de todo, no es más que un día cualquiera.
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