Adolfo Rivero Caro. Publicado el viernes, 20 de abril de
2001 en El Nuevo Herald
Una vez más, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones
Unidas ha condenado a la dictadura cubana. Es, en primer lugar, un triunfo de
los disidentes cubanos, que son los que hacen las denuncias, y de nuestra
comunidad cubana en el exilio, que les da voz y fuerza. Es también un
triunfo de Estados Unidos, ese amigo tan fiel, tan criticado, tan indispensable.
Y nos regocija, en particular, el papel jugado por la República Checa y
Polonia, porque quizás nadie nos comprenda mejor. Pero ha sido una
jornada innecesariamente difícil.
Jorge Castañeda, el canciller mexicano, había hecho unas
declaraciones que merecieron, justificadamente, la primera plana de El Nuevo
Herald. Alto y claro había explicado por qué era hipócrita
pretender ocultar las violaciones de los derechos humanos bajo el sarape de la
no intervención. Toda América Latina presenciaba, con el aliento
suspendido, la confrontación entre el nuevo gobierno de México y
la decrépita dictadura cubana. Muchos no pudieron evitar imaginar una
escena sacada de las películas mexicanas de los años 40. Jorge
Negrete o Pedro Infante, los charros protomachos, desafiando al viejo cacique,
ladino y maligno. Pero, súbitamente, las manos peligrosamente cerca de
sus pavorosos revólveres, el charro dijo con voz meliflua: "Don
Fidel, si usted persiste en su actitud, me saco una pestaña y lo
pincho''.
Y, en efecto, a la hora de la decisión en Ginebra, el gobierno de Fox
decidió... abstenerse. América Latina soltó la respiración
y se echó a reír. Menos mal que Castañeda no hizo unas
declaraciones más enérgicas; si las hubiera hecho, México
hubiera votado a favor de la dictadura cubana junto a Saddam Hussein, Mohammar
el Kaddafi y Jiang Zemin.
Mientras tanto, sabemos, de fuentes autorizadas e irreprochables, que
Francisco Pescoes, embajador de México en La Habana y valeroso
combatiente por la justicia social, no le tiene ningún miedo al poderío
de Vladimiro Roca (quizás porque éste lleva más de tres años
en un calabozo de aislamiento). Y no sólo eso. Ha reafirmado su viril
intrepidez disponiéndose a afrontar, a pie firme junto a Fidel Castro,
las acusaciones que le ha hecho Maritza Lugo desde su celda en la cárcel
de mujeres de Manto Negro. Todo un hombre.
Castañeda ha declarado que México tenía razones para
oponerse a la resolución que condenaba al régimen de Castro,
auspiciada por la delegación checa. Esta, nos dice, representaba una
duplicidad de estándares. Lleno de indignación moral, el canciller
mexicano señaló que Estados Unidos y otras delegaciones
consideraban que las violaciones de los derechos humanos de algunos países
no eran iguales a las de otros. ¡Fariseos!, bramó un Castañeda
inesperadamente bíblico.
Hay que confesar que el canciller mexicano ha puesto un dedo en la llaga. En
efecto, no sólo la Comisión de Derechos Humanos de Naciones
Unidas, sino todos los tribunales de todas partes del mundo, tienen la peregrina
costumbre de evaluar de diferente forma violaciones y delitos formalmente
iguales. Cualquier juez en Chihuahua, Córdoba o Arequipa --víctima,
sin duda, de la doble moral-- va a considerar diferentes el asesinato cometido
por un sicario del narcotráfico al de un joven trastornado por los celos.
De la misma forma, mucha gente no considera iguales las violaciones de los
derechos humanos que se realizan en cualquier estado de derecho a las que se
cometen en una dictadura totalitaria.
Quizás el canciller mexicano no se haya enterado, pero el gobierno de
Fidel Castro no reconoce derechos humanos universales y así lo plantea,
explícitamente, la constitución cubana. O de que el gobierno
cubano lleva más de 40 años promoviendo el terrorismo y la
insurgencia --lo que al canciller le traerá, sin duda, recuerdos nostálgicos
de un pasado bien cercano. O de que Castro tiene, además, las cárceles
llenas de prisioneros de conciencia y practica un humillante apartheid económico
a la vista del mundo entero.
Nadie es perfecto, dirá el canciller.
Lo inaceptable, para Castañeda, no es nada de eso, sino que alguien
pretenda diferenciar ese tipo de gobierno de cualquier otro. Y esos otros suelen
ser sus viejos enemigos, las democracias capitalistas. Como el gobierno de
Estados Unidos, porque no sancionó al guardafrontera que golpeó a
un inmigrante mexicano; o el gobierno alemán, que no procesó a
unos neonazis de Frankfurt; o el español, que no encarceló al
policía que disparó sobre un miembro de ETA sin haberle pedido
previamente su identificación. No puede haber doble moral, dice un
admonitorio Castañeda. Y nosotros tenemos que estar de acuerdo. Querer
juzgar igual casos tan obviamente distintos es una clara demostración de
doble moral. Pero de Castañeda y de su gobierno, no del gobierno de
Estados Unidos.
Lamentablemente, México nos ha fallado una vez más. Es cierto
que hubo otros espectáculos lamentables, como el de Nelson Mandela
llamando a los presidentes africanos para alinearlos junto a Castro. Pero el
caso de México nos duele particularmente. Como nos duele el de Brasil
aunque sepamos que Cardoso era compañero de Castañeda. Como nos
duele ver al asustado Ecuador o a la espantada Colombia cediendo ante el
chantaje castrista. Nos consuela que, al menos, esos pueblos están con
nosotros. Y ahí está, para demostrarlo, la carta que le enviaron
al presidente Fox más de 350 distinguidos intelectuales, exigiéndole
condenar la dictadura cubana en Ginebra. Ganamos, queridos amigos. Y no se
preocupen, si algo sabemos los cubanos es que no siempre los gobiernos
representan a sus pueblos.
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