Volar es
otra cosa
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
El Vuelo del Gato Abel Prieto Editorial
Letras Cubanas
LA HABANA, abril - Soy un lector voraz. Cuando no tengo nada a mano para
saciar mi gula soy capaz de leerme el mismísimo Granma. Es colmo un vicio
o un trauma que arrastro desde la infancia. Poseo, por lo tanto, un estómago
literario preparado para digerir desde la magnificencia sublime de Tolstoi hasta
el garrapateo agreste de Enrique Núñez Rodríguez. O como
diría el poeta Emilio Ballagas, tengo una facilidad enorme para ir "del
azafrán al lirio". Y confieso, no sin cierto rubor, que en mis crímenes
de lesa lectura he cometido el desvarío de devorar, relamiéndome,
desde el nutritivo Alejo Carpentier, hasta el flatulante Raúl González
de Cascorro.
Pocos resquicios de la literatura cubana se han salvado de mi pantagruélico
hartazgo y me fueron preparando para metabolizar, sin riesgos de ingesta, El
Vuelo del Gato. Un libro que dicen que novela. Pero no se trata esta vez de la
autobiografía lírica que puede ser Jardín, de Dulce María
Loynaz del Castillo, o el ensayo novelado sobre la cubanidad que puede resultar
Paradiso, de José Lezama Lima. Es un híbrido, sí, pero de "informe
de asamblea de balance" con boceto de ensayo psico-etnológico y
rasgos del relato realista.
El Vuelo del Gato es, a mi estrábico ver, una novela exótica.
O no es una novela. En caso de que, con mucha resistencia de mi parte,
convinamos que se trata de una novela, no quiero dejar de apuntar algunas cosas.
Se levanta de ella un tono más exegético que narrativo. El
distanciamiento (a veces con matices de descrédito o desprecio por el género)
con que su autor se adentra en las historias se acerca más a la exposición
reflexiva, conceptual del etnólogo, el sociólogo o el filósofo
que a la descripción fabuladora del novelista. No creo que haya
narratología, por más heterodoxa que sea, que no exija de la
novela un argumento contado. Y es que en El Vuelo del Gato hay un afán,
anterior a la concepción misma de la progresión dramática,
de legitimar, por medio de los recursos del género, ciertos rasgos
psico-sociales de los personajes que los desnaturaliza. Viajan por el entramado
de la narración con un alma prestada por su creador. Son marionetas
puestas a actuar, sin azares fácticos, para hacer válidos los
presupuestos de una utopía narrativa que revalide una utopía política
venida a menos. El lenguaje es un vehículo catequizador más que
narrador. Se hace demasiado obvio el propósito de probar una hipótesis
social antes que culminar una historia de ficción que luego resulte, ante
los ojos de los analistas, la reinvención artística de una
realidad social con todos sus matices; y esto despoja de toda cripticidad estética
a la obra. Pretende ser misterio y develación a la vez, y con ello se
crea un engendro macabro más que un híbrido armónico.
La mixtura nacional, ya lugar común por estudiada, viene a ser el
tema de la novela. Sin que con ello se logre aportar más allá de
lo descubierto y expuesto por Don Fernando Ortiz, tanto en el plano antropológico
como psicológico. El asunto es más simple. La biografía,
inconclusa, y muchas veces escamoteada, de un reducido grupo de jóvenes
que no representa toda la escala social cubana, durante las cuatro últimas
décadas del siglo pasado. La anécdota no aparece, se difumina en
breves relámpagos en los cuales el lector apenas si se entera de qué
ocurre en la novela, y no acierta a identificarse con ningún personaje
porque no los ve vivir sino en el recuerdo melancólico-filosófico
de un narrador-evaluador que nos los presenta ya con "sello de calidad"
o "parametrados por falta de idoneidad" para personajes de una hipótesis
llamada a probarse desde el principio mismo de la narración.
Obsérvese un breve ejemplo: "Recordaba (Marco Aurelio, uno de
los protagonistas) igualmente sus últimos cursos en la Facultad de
Humanidades, cuando la vanguardia ideológica logró crear un clima
emponzoñado y subir la temperatura de las asambleas de radicalización
y obligar así a los peludos a bajar sus cabezas para entregársela
al barbero y poner en la calle a los maricones de Letras y Periodismo, y
prohibir la Moda-Lennon, el Mensaje-Lennon y sus derivados. Se pretendió
cubanizar sin contemplaciones a los extranjerizantes, humillar a los
autosuficientes, proletarizar a los intelectualistas, endurecer a los
reblandecidos o desterrarlos a todos de la Universidad Pura y Revolucionaria".
Así de simple. Sin víctimas desgarradas, sin victimarios cebándose
en su barbarie. Anonimato de las catástrofes individuales. Nunca se narra
qué sucedió con esos "obligados a bajar las cabezas" ni
con los "obligados a hacerlas bajar". Jamás se narran las
consecuencias humanas de lo ocurrido por semejante arbitrariedad.
La novela fluye, densamente, entre dos extremos: Marco Aurelio, un estoico
desasido que aspira a la perfección renunciando a todo lo frívolo,
lo superfluo, lo ficticio, y Freddy Mamoncillo, un inclemente degustador de
placeres mundanos que al final se unen en el bajío venusino de Amarilis,
que disfruta, según parece, tanto con el estoicismo como con el
hedonismo. De Angelito El Chino poco se sabe, del narrador-personaje, menos. El
resto son sombras octoplasmáticas que se mueven al fondo del pretendido
friso donde se intentó esculpir la gesta de cuarenta años de un país
híbrido, sincrético, mestizo desde los inicios de su historia.
La novela no creo que sea un fracaso pero si mi abuelo, que era un sabio
rampante, la hubiera leído, hubiera exclamado:
- ¡Vaya tejemaneje para demostrar que si un burro "monta"
yegua nace un mulo!
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