CUBANET .INDEPENDIENTE

16 de abril, 2001


¿Quién crucificó a Enildo Niebla?

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

Prisionero del Agua
Alexis Díaz-Pimienta
ALBA EDITORIAL, S.L. Barcelona
(Segunda Edición, sin corregir)

LA HABANA, abril - Alexis Díaz-Pimienta es una fontana. El octosílabo le brota como el cistillar iridiscente de un surtidor. Parece un aeda antiguo amparado por sabe Dios qué musa. Su capacidad de improvisación lo exulta y lo ahoga; lo transfigura y lo recompone; lo postra, lo mata y lo resucita. Cuando se adentra en la Espinela se torna la Espinela él mismo. Ni él la doma ni ella lo descalabra. Son: potra cerril y jinete bravío, en una carrera armónica. Solo piafa y se resiste la potra cuando el jinete la embrida con jáquima ajena o la quiere conducir por trillos impropios; se siente traicionada, y relincha quejumbrosa, falta de bríos, respingona, se niega al donaire del galope; entonces, el jinete como que se abochorna y le palmea el cuello y le acaricia los belfos y le promete pastizales íntimos, y es cuando uno encuentra al verdadero jinete de prosa emotiva, lenguaje fúlgido, imaginación desbordada.

Todo hombre es muchos hombres, y cada uno tiene sus brillos y sus opacidades. Pobre del maniqueo, hecho sólo de auroras o de tinieblas puras, pobre del todo acero, pobre del todo miel. El hombre está surcado por laberintos de veredas, y para conocerlo, hay que andarlo. Por eso no me extrañó la dedicatoria: "Para el poeta y amigo Vázquez Portal, este otro pedazo de su amigo", y entonces la firma y la fecha. Era un sábado del Caribe, de La Habana. Un sábado, según supe después, como el sábado en que Enildo Niebla partiera del Diezmero con rumbo a La Florida, o como el sábado en que lo enterraran sin flores y sin taxis, ya de regreso, para siempre. Un sábado del libro en los portales, vetustos, del Palacio del Segundo Cabo. Fui porque quería reencontrarme con el otro jinete, con el que yo conocía. El célebre, el de la fusta sobre la grupa de la potra con el jinete engastado a ella como una sola pieza. Lo encontré. Valió la pena el desagrado de las jetas desagradables que merodeaban el auténtico recreo nípico que es Alexis y la poesía. Compré Prisionero del Agua y me marché. Iba a pasarme el fin de semana con un amigo que la televisión me estaba desdibujando, con alguien a quien estaba viendo reñir, más que, enamorar con la poesía.

La potra y el jinete, centauro alado, echaron a volar. Vi los relumbrones. Escuché el arpa. Me envolvió la fragancia. Corcela loca, desbridada, puta; jineto suelto, embriagado, sátiro; paisajes recorridos en la danza seminal de todas las fundaciones, de todas las fusiones tocadas por la gracia. Los añicos se reintegraron, se recompuso el amigo, resucitó el poeta, se produjo al milagro. Prisionero del Agua rompía barrotes, descuajaba postigos, derribaba muros, quitaba cárceles; la potra parecía poseída, penetrada, hurgada en sus más recónditas ternezas; el jinete no fustigaba, se hundía, se embelesaba, desmelenado, en la carrera grandiosa de la hermosura. Era la belleza imponiendo su imperio, el delirio imponiendo su sabiduría, el caos imponiendo su orden. Terminé sofocado. Luego vendría el sosiego, la aguafiestas fronesis.

El maldito exergo. Constantino Cavafis asegurando: "Dijiste: Iré a otra tierra, iré a otro mar, una ciudad habrá mejor que esta./ No hallarás otras tierras, no hallarás otros mares./ La ciudad te seguirá". Y Joan Manuel Serrat retornando a mi memoria, mi oído: "Escapad, gente tierna, que esta tierra está enferma; y no esperes mañana lo que no te dio ayer". Y las contrapartidas y las contrapartes y la lucha de contrarios y las opiniones alternativas y los bandos y las orillas y el estercolero mientras más revuelto mejor y entonces aquel párrafo fatal: "y otra noche de tertulia literaria en La Madriguera, donde un joven aprendiz de escritor leyó fragmentos de una novela rara, la historia de un joven asmático que se iba en una balsa por el único motivo que nunca saldría en la prensa, por el único motivo que no daría que hablar a los políticos, ni a los gusanos ni a los comunistas: por el amor de una mujer". Y ahí la primera trampa de la otra gran trampa. ¿Para qué la aclaración? ¿A quién le hace falta sino a los políticos de un bando o del otro? ¿A cuál de los bandos se complace o se teme con este apéndice dentro de una novela que no lo necesitaba? ¿Es falta de organicidad? ¿Es falta de confianza en el poder del arte? Es lamentable.

La novela no es la historia de un joven asmático que parte de Cuba, sobre una rústica embarcación, para alcanzar a la mujer que ama. Es la crónica de una época, de una sociedad, de un pueblo, una carrera sobre obstáculos que, aunque se quieran evadir, están ahí; es la confirmación de lo innegable ya lo escriba un comunista, un demócrata o un cromagnonista. La afiliación política del artista es comúnmente trascendida por su arte. Mirando Los Tres Músicos, quién se acordaría que Picasso militaba en el Partido Comunista; leyendo El Tambor de Hojalata, quién recordaría que Gunter Grass militó en el Partido Fascista; quién recuerda que Balzac era legitimista. La grandeza del arte borra las tendencias políticas en la misma medida que acentúa los valores universales de la obra que perpetúa la historia total del ser humano. Sólo un artista acechado, acorralado por el poder de una tendencia política en el poder tiene necesidad de dejar sentada, y clara, su posición política para sobrevivir, y entonces no se puede acusar al artista. Galileo estableció las reglas del juego.

Ya se sabe -nos viene desde lejos y hace tiempo- que ningún sistema político soluciona la catástrofe interior del ser humano; ya se sabe -también desde los tiempos y las distancias- que de donde único el ser humano no puede marcharse es de sí mismo, que se perseguirá por todas las fronteras y que su cataclismo espiritual no es agenda de ningún partido. Un buen símbolo estético es más eficaz para el engrandecimiento humano que todos los discursos políticos. Cuando un hombre va a las urnas vota por un partido; cuando un hombre va al arte vota por la humanidad. Y ningún partido puede abrogarse el derecho de ser la humanidad, por más demagogo que sea.

Enildo Niebla es un símbolo, y la sugestividad de su apellido no es fortuita. La niebla de su vida no es la causa, es un efecto. Hay en toda la novela una penumbra pidiendo a gritos, desesperada, que la aurora la disipe para saber, por fin, quién crucificó a Enildo Niebla, ese Cristo de un barrio orillero, marginal y entrañable de La Habana, que fue sacrificado sobre una cruz de agua por un incógnito Sanedrín. Tenía, como el Nazareno, treinta y tres años, ¿casualidad? Enildo Niebla no veía. La niebla lo llevaba de disipación en disipación. La niebla lo engañaba, le impusieron un padre mártir cuando el mártir era él. La abuela lo hizo trotar por el mundo y en todas partes su mundo era el mismo: marginalidad y hastío, inconciencia y farsa. Enildo Niebla es la representación concentrada de una multiplicidad vuelta personaje típico, representativo de una época brumosa donde la incertidumbre es el sello distintivo:

- Pero... ¿por qué te vas a ir, si aquí lo tienes todo: tu pasado, tus recuerdos, tu hijo? -gritó Enildo caminando nerviosamente frente al otro.

- No sé, no sé por qué... pero tampoco sé por qué quedarme -respondió Enildo, sin levantar los ojos, sintiendo solamente la presencia furiosa del otro.

Y en ese soliloquio de Enildo Niebla, escapado de la cautela y de la tutela de su creador, como hacen los buenos personajes de las buenas novelas, está la verdad: la inconsistencia moral de una, o varias generaciones, educadas sin valores auténticos y sólidos como aquellos que sobreponen la política a la existencia misma del ser humano y lo pierden en la maraña de la provisionalidad.

Un día volveré sobre esta novela que tomó como pretexto un asunto como el de los balseros, apetecido y de moda, como pudo haber sido el de las jineteras o los gay, para, por medio de una descripción esplendorosa en lenguaje, caudalosa en detalles, abarcadora en anécdotas cotidianas, desentrañar muchas claves de una sociedad, de una época y un pueblo prisionero del agua, y no precisamente por isleño.

Porque Prisionero del Agua no es un título ingenuo, es una metáfora, es la materialización lexical de una realidad latente con más valencias que las que el propio autor se propusiera. Lástima que la imprudencia de tanto ejercicio del repentismo en Alexis Díaz-Pimienta lo haga cometer pifias como la de confundir a Gregorio, piloto del yate El Pilar de Hemingway, con Santiago, personaje de la novela El Viejo y el Mar, ¿o es quizás una manera sutil de escapar a la censura impuesta para salvaguardar el sacrosanto sistema educacional? El personaje se vanagloria de poseer una gran memoria, ser un consuetudinario lector de Hemingway y un asiduo visitante de Finca Vigía, ¿cómo entonces explicar semejante descuido? ¿No será un modo de hacer latente la orfandad cultural de un personaje lleno de falsedades como Enildo Niebla? Porque eso sí queda bien claro. Enildo Niebla es un farsante, un farsante fabricado en serie por una niebla más poderosa.


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