¿Quién
crucificó a Enildo Niebla?
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
Prisionero del Agua Alexis Díaz-Pimienta ALBA
EDITORIAL, S.L. Barcelona (Segunda Edición, sin corregir)
LA HABANA, abril - Alexis Díaz-Pimienta es una fontana. El octosílabo
le brota como el cistillar iridiscente de un surtidor. Parece un aeda antiguo
amparado por sabe Dios qué musa. Su capacidad de improvisación lo
exulta y lo ahoga; lo transfigura y lo recompone; lo postra, lo mata y lo
resucita. Cuando se adentra en la Espinela se torna la Espinela él mismo.
Ni él la doma ni ella lo descalabra. Son: potra cerril y jinete bravío,
en una carrera armónica. Solo piafa y se resiste la potra cuando el
jinete la embrida con jáquima ajena o la quiere conducir por trillos
impropios; se siente traicionada, y relincha quejumbrosa, falta de bríos,
respingona, se niega al donaire del galope; entonces, el jinete como que se
abochorna y le palmea el cuello y le acaricia los belfos y le promete pastizales
íntimos, y es cuando uno encuentra al verdadero jinete de prosa emotiva,
lenguaje fúlgido, imaginación desbordada.
Todo hombre es muchos hombres, y cada uno tiene sus brillos y sus
opacidades. Pobre del maniqueo, hecho sólo de auroras o de tinieblas
puras, pobre del todo acero, pobre del todo miel. El hombre está surcado
por laberintos de veredas, y para conocerlo, hay que andarlo. Por eso no me
extrañó la dedicatoria: "Para el poeta y amigo Vázquez
Portal, este otro pedazo de su amigo", y entonces la firma y la fecha. Era
un sábado del Caribe, de La Habana. Un sábado, según supe
después, como el sábado en que Enildo Niebla partiera del Diezmero
con rumbo a La Florida, o como el sábado en que lo enterraran sin flores
y sin taxis, ya de regreso, para siempre. Un sábado del libro en los
portales, vetustos, del Palacio del Segundo Cabo. Fui porque quería
reencontrarme con el otro jinete, con el que yo conocía. El célebre,
el de la fusta sobre la grupa de la potra con el jinete engastado a ella como
una sola pieza. Lo encontré. Valió la pena el desagrado de las
jetas desagradables que merodeaban el auténtico recreo nípico que
es Alexis y la poesía. Compré Prisionero del Agua y me marché.
Iba a pasarme el fin de semana con un amigo que la televisión me estaba
desdibujando, con alguien a quien estaba viendo reñir, más que,
enamorar con la poesía.
La potra y el jinete, centauro alado, echaron a volar. Vi los relumbrones.
Escuché el arpa. Me envolvió la fragancia. Corcela loca,
desbridada, puta; jineto suelto, embriagado, sátiro; paisajes recorridos
en la danza seminal de todas las fundaciones, de todas las fusiones tocadas por
la gracia. Los añicos se reintegraron, se recompuso el amigo, resucitó
el poeta, se produjo al milagro. Prisionero del Agua rompía barrotes,
descuajaba postigos, derribaba muros, quitaba cárceles; la potra parecía
poseída, penetrada, hurgada en sus más recónditas ternezas;
el jinete no fustigaba, se hundía, se embelesaba, desmelenado, en la
carrera grandiosa de la hermosura. Era la belleza imponiendo su imperio, el
delirio imponiendo su sabiduría, el caos imponiendo su orden. Terminé
sofocado. Luego vendría el sosiego, la aguafiestas fronesis.
El maldito exergo. Constantino Cavafis asegurando: "Dijiste: Iré
a otra tierra, iré a otro mar, una ciudad habrá mejor que esta./
No hallarás otras tierras, no hallarás otros mares./ La ciudad te
seguirá". Y Joan Manuel Serrat retornando a mi memoria, mi oído:
"Escapad, gente tierna, que esta tierra está enferma; y no esperes
mañana lo que no te dio ayer". Y las contrapartidas y las
contrapartes y la lucha de contrarios y las opiniones alternativas y los bandos
y las orillas y el estercolero mientras más revuelto mejor y entonces
aquel párrafo fatal: "y otra noche de tertulia literaria en La
Madriguera, donde un joven aprendiz de escritor leyó fragmentos de una
novela rara, la historia de un joven asmático que se iba en una balsa por
el único motivo que nunca saldría en la prensa, por el único
motivo que no daría que hablar a los políticos, ni a los gusanos
ni a los comunistas: por el amor de una mujer". Y ahí la primera
trampa de la otra gran trampa. ¿Para qué la aclaración? ¿A
quién le hace falta sino a los políticos de un bando o del otro? ¿A
cuál de los bandos se complace o se teme con este apéndice dentro
de una novela que no lo necesitaba? ¿Es falta de organicidad? ¿Es
falta de confianza en el poder del arte? Es lamentable.
La novela no es la historia de un joven asmático que parte de Cuba,
sobre una rústica embarcación, para alcanzar a la mujer que ama.
Es la crónica de una época, de una sociedad, de un pueblo, una
carrera sobre obstáculos que, aunque se quieran evadir, están ahí;
es la confirmación de lo innegable ya lo escriba un comunista, un demócrata
o un cromagnonista. La afiliación política del artista es comúnmente
trascendida por su arte. Mirando Los Tres Músicos, quién se
acordaría que Picasso militaba en el Partido Comunista; leyendo El Tambor
de Hojalata, quién recordaría que Gunter Grass militó en el
Partido Fascista; quién recuerda que Balzac era legitimista. La grandeza
del arte borra las tendencias políticas en la misma medida que acentúa
los valores universales de la obra que perpetúa la historia total del ser
humano. Sólo un artista acechado, acorralado por el poder de una
tendencia política en el poder tiene necesidad de dejar sentada, y clara,
su posición política para sobrevivir, y entonces no se puede
acusar al artista. Galileo estableció las reglas del juego.
Ya se sabe -nos viene desde lejos y hace tiempo- que ningún sistema
político soluciona la catástrofe interior del ser humano; ya se
sabe -también desde los tiempos y las distancias- que de donde único
el ser humano no puede marcharse es de sí mismo, que se perseguirá
por todas las fronteras y que su cataclismo espiritual no es agenda de ningún
partido. Un buen símbolo estético es más eficaz para el
engrandecimiento humano que todos los discursos políticos. Cuando un
hombre va a las urnas vota por un partido; cuando un hombre va al arte vota por
la humanidad. Y ningún partido puede abrogarse el derecho de ser la
humanidad, por más demagogo que sea.
Enildo Niebla es un símbolo, y la sugestividad de su apellido no es
fortuita. La niebla de su vida no es la causa, es un efecto. Hay en toda la
novela una penumbra pidiendo a gritos, desesperada, que la aurora la disipe para
saber, por fin, quién crucificó a Enildo Niebla, ese Cristo de un
barrio orillero, marginal y entrañable de La Habana, que fue sacrificado
sobre una cruz de agua por un incógnito Sanedrín. Tenía,
como el Nazareno, treinta y tres años, ¿casualidad? Enildo Niebla
no veía. La niebla lo llevaba de disipación en disipación.
La niebla lo engañaba, le impusieron un padre mártir cuando el mártir
era él. La abuela lo hizo trotar por el mundo y en todas partes su mundo
era el mismo: marginalidad y hastío, inconciencia y farsa. Enildo Niebla
es la representación concentrada de una multiplicidad vuelta personaje típico,
representativo de una época brumosa donde la incertidumbre es el sello
distintivo:
- Pero... ¿por qué te vas a ir, si aquí lo tienes todo:
tu pasado, tus recuerdos, tu hijo? -gritó Enildo caminando nerviosamente
frente al otro.
- No sé, no sé por qué... pero tampoco sé por qué
quedarme -respondió Enildo, sin levantar los ojos, sintiendo solamente la
presencia furiosa del otro.
Y en ese soliloquio de Enildo Niebla, escapado de la cautela y de la tutela
de su creador, como hacen los buenos personajes de las buenas novelas, está
la verdad: la inconsistencia moral de una, o varias generaciones, educadas sin
valores auténticos y sólidos como aquellos que sobreponen la política
a la existencia misma del ser humano y lo pierden en la maraña de la
provisionalidad.
Un día volveré sobre esta novela que tomó como pretexto
un asunto como el de los balseros, apetecido y de moda, como pudo haber sido el
de las jineteras o los gay, para, por medio de una descripción
esplendorosa en lenguaje, caudalosa en detalles, abarcadora en anécdotas
cotidianas, desentrañar muchas claves de una sociedad, de una época
y un pueblo prisionero del agua, y no precisamente por isleño.
Porque Prisionero del Agua no es un título ingenuo, es una metáfora,
es la materialización lexical de una realidad latente con más
valencias que las que el propio autor se propusiera. Lástima que la
imprudencia de tanto ejercicio del repentismo en Alexis Díaz-Pimienta lo
haga cometer pifias como la de confundir a Gregorio, piloto del yate El Pilar de
Hemingway, con Santiago, personaje de la novela El Viejo y el Mar, ¿o es
quizás una manera sutil de escapar a la censura impuesta para
salvaguardar el sacrosanto sistema educacional? El personaje se vanagloria de
poseer una gran memoria, ser un consuetudinario lector de Hemingway y un asiduo
visitante de Finca Vigía, ¿cómo entonces explicar semejante
descuido? ¿No será un modo de hacer latente la orfandad cultural de
un personaje lleno de falsedades como Enildo Niebla? Porque eso sí queda
bien claro. Enildo Niebla es un farsante, un farsante fabricado en serie por una
niebla más poderosa.
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