Historia de
la señora Rosa
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, abril - En el edificio Serrano, ubicado en la esquina de San Juan
de Dios y Monserrate, en la Habana Vieja, vivió la señora Rosa con
su hija. Yo conocí a la señora Rosa. Ella tenía un hijo que
había conspirado contra el gobierno de Fidel Castro. Por esa causa cumplió
treinta años de prisión, al cabo de los cuales fue llevado al
aeropuerto internacional "José Martí", donde su madre y
su hermana lo esperaban para salir en un avión con destino a Miami.
El hijo de Rosa se llamaba Luis Rodríguez, y la antigua encargada del
edificio Serrano me contó que la señora Rosa sólo vivió
ocho meses en tierra de libertad. Fue como si hubiera estado esperando por la
libertad de su hijo para marcharse de este mundo.
Yo recuerdo la expresión en la cara de la señora Rosa en
aquellos años mientras su hijo cumplía prisión política.
Era la imagen del desconsuelo. Jamás la vi sonreír.
"Escribe poemas para los niños", me dijo un día la
señora Rosa. "Escríbele. Las cartas para mi hijo tienen mucho
valor".
Yo recuerdo la fotografía del hijo de la señora Rosa en la
sala, parecía un mártir de la Patria.
También recuerdo que un día la señora Rosa estaba
llorando desconsoladamente. Cuando le pregunté el motivo me dijo que hacía
diez años que no le permitían ver a su hijo.
"¡Escríbele una carta!", siempre me decía la señora
Rosa.
La señora Rosa tenía amistad con las monjas de un convento que
la ayudaban a establecer relación con familias que necesitaban personas
para cuidar familiares enfermos en los hospitales, por una tarifa de 10 pesos
cada 24 horas.
Un día le dije a la señora Rosa que me conectara a una de esas
familias. Era la época en que diez pesos tenían valor, y la señora
Rosa me advirtió que la tarea no me sería fácil. Pero, ¿qué
se puede pensar cuando no hay dinero?
El día fijado llegué ante la cama de un viejo moribundo, en el
hospital Emergencia de la avenida Carlos III. La hija del moribundo me esperaba.
Comenzó a explicarme los pormenores para la atención a su padre.
Mas, de repente, alrededor de la cama se propagó un olor insoportable. La
hija alzó la sábana, volteó al padre de costado, y vimos el
pijama manchado de excrementos que habían salido con tanta fuerza que
llegaron hasta la espalda del viejo.
La hija me indicó que la ayudara y de paso le avisara a la enfermera
para que trajera ropa de cama limpia. Pero las náuseas que experimenté
pudieron más que la necesidad económica. Sin avergonzarme le
declaré a la hija, tajantemente, que me marchaba. Y sin esperar una
respuesta, que no me importó escuchar, abandoné el lugar.
Ese fue el trabajo que la señora Rosa tuvo que ejercer mientras su
hijo cumplía treinta años de prisión en Cuba, para
sobrevivir a una soledad sellada por el destino.
Esta información ha sido transmitida por teléfono,
ya que el gobierno de Cuba no permite al ciudadano cubano acceso privado a
Internet. CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores, y autoriza
la reproducción de este material, siempre que se le reconozca como
fuente. |