CUBANET .INDEPENDIENTE

13 de abril, 2001


Historia de la señora Rosa

Ramón Díaz-Marzo

LA HABANA, abril - En el edificio Serrano, ubicado en la esquina de San Juan de Dios y Monserrate, en la Habana Vieja, vivió la señora Rosa con su hija. Yo conocí a la señora Rosa. Ella tenía un hijo que había conspirado contra el gobierno de Fidel Castro. Por esa causa cumplió treinta años de prisión, al cabo de los cuales fue llevado al aeropuerto internacional "José Martí", donde su madre y su hermana lo esperaban para salir en un avión con destino a Miami.

El hijo de Rosa se llamaba Luis Rodríguez, y la antigua encargada del edificio Serrano me contó que la señora Rosa sólo vivió ocho meses en tierra de libertad. Fue como si hubiera estado esperando por la libertad de su hijo para marcharse de este mundo.

Yo recuerdo la expresión en la cara de la señora Rosa en aquellos años mientras su hijo cumplía prisión política. Era la imagen del desconsuelo. Jamás la vi sonreír.

"Escribe poemas para los niños", me dijo un día la señora Rosa. "Escríbele. Las cartas para mi hijo tienen mucho valor".

Yo recuerdo la fotografía del hijo de la señora Rosa en la sala, parecía un mártir de la Patria.

También recuerdo que un día la señora Rosa estaba llorando desconsoladamente. Cuando le pregunté el motivo me dijo que hacía diez años que no le permitían ver a su hijo.

"¡Escríbele una carta!", siempre me decía la señora Rosa.

La señora Rosa tenía amistad con las monjas de un convento que la ayudaban a establecer relación con familias que necesitaban personas para cuidar familiares enfermos en los hospitales, por una tarifa de 10 pesos cada 24 horas.

Un día le dije a la señora Rosa que me conectara a una de esas familias. Era la época en que diez pesos tenían valor, y la señora Rosa me advirtió que la tarea no me sería fácil. Pero, ¿qué se puede pensar cuando no hay dinero?

El día fijado llegué ante la cama de un viejo moribundo, en el hospital Emergencia de la avenida Carlos III. La hija del moribundo me esperaba. Comenzó a explicarme los pormenores para la atención a su padre. Mas, de repente, alrededor de la cama se propagó un olor insoportable. La hija alzó la sábana, volteó al padre de costado, y vimos el pijama manchado de excrementos que habían salido con tanta fuerza que llegaron hasta la espalda del viejo.

La hija me indicó que la ayudara y de paso le avisara a la enfermera para que trajera ropa de cama limpia. Pero las náuseas que experimenté pudieron más que la necesidad económica. Sin avergonzarme le declaré a la hija, tajantemente, que me marchaba. Y sin esperar una respuesta, que no me importó escuchar, abandoné el lugar.

Ese fue el trabajo que la señora Rosa tuvo que ejercer mientras su hijo cumplía treinta años de prisión en Cuba, para sobrevivir a una soledad sellada por el destino.


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