Emilio Ichikawa. Publicado el jueves, 5 de abril de 2001 en
El Nuevo Herald
Demagogia aparte, bien merecería un premio por la paz aquella persona
o institución que se destaque en la consecución de la meta
inevitable: el encuentro incondicional entre Miami y los cubanos de la isla.
No me refiero a quienes lo pretenden o lo postulan, que tienen el
indiscutible mérito del noble anhelo, sino a quienes lo consigan de
veras. Política es efecto. Invito pues, a los políticos con fuerza
real para negociar, a competir por el resultado. De paso, les aseguro que si
alguno desea firmemente pasar a la historia, ésta es la oportunidad. Por
primera vez la negociación implicaría algo así como una
victoria en campaña; un tratado, un pacto, haría la envidia de
todos nuestros generales. ¿Se imaginan la probidad intelectual de un
Montoro (a quien más prólogos se le encargaron en Cuba), con el
prestigio militar de un Maceo? ¿Puede alguien calibrar lo que hubiera
significado que en Baraguá se hubieran exigido dos o tres concesiones más
al mando español?
Cuando digo Miami no me refiero exactamente a una geografía política;
hablo de un símbolo conceptual en el ámbito de lo cubano. Miami
como representación del exilio activo, consciente de su condición
desterrada en cualquier rincón del mundo.
Como todos sabemos, alguien ha propuesto a Fidel Castro para el premio Nobel
de la paz. ¿Una broma? Nada de eso; debemos estar prevenidos para todo y
sacar a relucir, entonces sí, el arma mortífera: el choteo
criollo. Tomémoslo con calma: algún dictador del este comunista
fue promovido a par del reino británico y osó cruzar en su pecho
la orden de la Legión de Honor de la república francesa.
Yo he soñado que a Fidel Castro, en efecto, la Academia Sueca le
entrega el premio. Pero todavía más, que al final de su discurso
de recibimiento, lo dedica a los cubanos de la ciudad de Miami.
Un amigo, que ve mucho más lejos que yo, dice que el sueño es
perfectamente realizable, pues en el fondo de su hígado (que es su víscera
de amar) Fidel Castro, por culpa de la resurrección criolla en Miami, no
ha podido convertirse en el zar de todas las Cubas. Y odia más a los
obreros de Hialeah, por negar a Marx, que a la gente del cayo elegido.
Cuando en 1979 el exilio cubano comenzó a visitar regularmente la
isla, se abrió una herida en la credulidad castrista que desde entonces
no ha dejado de sangrar. Pocas veces se dice que, antes de esas visitas, la
propaganda se daba el lujo de decir que en Miami se pasaba hambre. Ante la
evidencia, moderaron la iniciativa: "Bueno, hambre no, pero no todo el
mundo come carne''. Dos años después: "Está bien,
carne también, pero no caviar''. Y así hasta acumular ese manojo
de mentiras que ya nadie cree.
Desde el punto de vista de Fidel Castro, ésa fue también una
jugada de seducción sobre Miami, la ciudad pagana que ha disentido de la
Roma castrista. Es a ella a quien pretende; quien lo erotiza todas la noches con
un deseo inmanejable que se le convierte en odio. Por provocar a Miami es capaz
de cualquier infidelidad, hasta de acostarse con Washington o con Moscú.
Las veces que sea.
En el pueblo mediterráneo de Pedralba, el sabio y filósofo
Agustín Andreu me comentó: "Franco fue duro con los españoles,
hasta cruel, pero trató siempre de no ofenderlos''. Fidel Castro, además
de anular y perseguir a los cubanos que disienten de sus odios, ha convertido a
sus agentes en eficientes maquinarias de mancillar prestigios. A veces me
impresiona la cantidad de imaginación que la policía política
cubana emplea en las ofensas a sus enemigos.
La comunidad cubana de Miami es, entre otras cosas, un grupo de cubanos con
el sentimiento lesionado. Castro es responsable de muertes, escupitajos,
tomatazos, huevazos, rebajamientos, calumnias y chantajes. Para que el futuro no
se convierta en un pánico de venganzas y castigos, es necesaria una
convincente reparación moral de toda la gente ofendida. El responsable en
jefe debiera, antes de morirse, ocuparse de este asunto. Si es que de verdad le
interesa la patria |