La aventura
de las siete y media
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, abril - En el barrio de mi casa había pocos televisores. Y
en nuestra ventana se apiñaban los muchachos para ver la aventura. A mi
madre le daba pena, pero no los podía dejar entrar. Eran capaces de
romperle un viejo adorno, colarse en otras habitaciones, arañar los
muebles que a punta de paño y tumbler ella había conservado por
tantos años.
Era la época en que televisaban a Robin Hood, El Corsario Negro, Los
Vikingos, El Zorro. El golpe y el porrazo, el personaje pintoresco con cierta
muletilla pegajosa para que la repitiéramos en nuestro afán mimético;
la capa y la espada, los finales climáticos para que nos quedáramos
en suspenso esperando el próximo capítulo eran las argucias de los
guionistas para regalarnos obras de Emilio Salgari, Julio Verne, Daniel Defoe,
Robert L. Stevenson en un muestrario de romanticismo y heroicidad que siempre ha
hecho falta a ese período de la vida.
Luego, para desgracia mía, me volví adulto y perdí
algunos asombros. Cuando, rara vez, me asomaba al televisor, me parecía
muy ridículo lo que trasmitían para los niños y
adolescentes. Claro, ya yo me creía un hombre serio con intereses más
elevados y tiempo más reducido como para sumirme en esas "boberías".
No obstante, había algo que aún me halaba hacia ese programa. Quizás
nostalgia por la niñez ida, quizás necesidad de alejarme de tanto
realismo cotidiano, quizás las dos cosas unidas. Pero qué chasco.
El realismo cotidiano había invadido aquel refugio de magia y fantasía.
Por alguna razón oculta los guionistas escribían sobre temas menos
atractivos para la edad a que iba dirigido el programa. Títulos como
Tierra o Sangre, Los Comandos del Silencio brindaban una epicidad muy distinta,
y con más intenciones adoctrinativas que estéticas.
El programa, aún cuando no había otras opciones, fue perdiendo
teleaudiencia. Pero el tiempo lo compone todo. Algunos "enlatados"
vinieron a suplir la falta de imaginación, de rigor y de frescura de los
productos nacionales que, tal vez por ausencia de recursos para su rodaje, tal
vez por falta de incentivos a los escritores y artistas, tal vez por directivas
excesivamente estrictas, habían perdido su encanto.
Con La Leyenda del Rayo resurgían las exigencias del género.
No quedaba más remedio que darle la razón a ese viejo maestro que
es Eric Kaup y poner ante los ojos de los niños una historia con todos
los ingredientes que demanda: amores contrariados, fortunas disputadas, lances
heroicos, momentos mágicos, viajes excitantes, descubrimientos fabulosos,
finales felices, triunfo del bien sobre el mal.
Mas, todo este largo introito, no es más que para brindarle un mínimo
de homenaje a El Elegido del Tiempo, serie que llena el espacio televisivo que,
desde mi ya lejana infancia, se transmite por la televisión cubana.
El Elegido del Tiempo todavía convalece, tropieza, trastabilla, pero
rescata la fantasía perdida. Hay en él una intención estética
que lo eleva a la categoría de arte. Una historia bien concebida fluye
entre pequeños combates que no se regodean en la violencia, personajes exóticos
llenos de amor y sabiduría, cierto bucolismo histórico, además
de una evidente inclinación hacia lo poético y lo filosófico
que la enriquecen. Renace, en una nueva versión, la vieja espada
Excalibur del Rey Arturo, se reinterpreta el origen del mundo, se apunta hacia
maneras místicas de la ascensión al poder, se especula sobre teorías
contemporáneas de la existencia, pero sobre todo se pretende hacer pensar
al receptor con parábolas abarcadoras, sugestivas y polivalentes.
El Elegido del Tiempo, que no ha "prendido" en el público
como debía -quizás porque su público esté
desacostumbrado a consumir lo refinado y alto- es, a mi modo de ver, la piedra
necesaria para iniciar el largo sendero hacia un consumo de cultura más
sustanciosa. Adolece, es cierto, de excesiva teatralidad para el medio en que se
expresa -la televisión tiene sus cánones- el lenguaje, a veces, se
torna abigarrado y complejo, pero, ¿cómo si no se logra elevar el
nivel del receptor? Elevando el del emisor, y no al contrario como se pretendió
alguna vez; la escenografía, el atrezzo, el vestuario, aunque pobres, se
han logrado salvar con mucha imaginación y desenfado; la actuación,
aunque fluctuante y dispareja, alcanza momentos de verdadera exquisitez.
Esperemos el desenlace y oigamos las opiniones, pero sobre todo roguemos porque
no se retome el camino de La Cueva de los Misterios y recaigamos en una historia
desaliñada, tecosa, desabrida y torpe. Los niños y adolescentes
merecen se les respete su imaginación y su inteligencia.
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