El Diario Montañes.
España, 31 de agosto de 2001. Por Joaquín Roy, Catedrático
de Relaciones Internacionales en la Universidad de Miami.
Si la relación entre Cuba y Estados Unidos se ha caracterizado en
los últimos cuarenta años por la intransigencia maniquea y la búsqueda
de la confrontación, la conexión entre La Habana y Europa revela
un perfil ambiguo, no exento de aparente normalidad aderezada de contradicciones
y periódicas disputas. Mientras las crisis entre Estados Unidos y Cuba
son dramáticas y en alguna ocasión incluso implicaron el potencial
uso de misiles nucleares, los desacuerdos cubano-europeos son de baja
intensidad. Surgen generalmente como equilibrio o compensación de los
asaltos sucesivos en el frente principal de combate a ambas orillas del estrecho
de Florida.
Hace un año, en plena controversia del «caso Elián»,
Cuba navegaba entre una tensa situación interna revelada por el
protagonismo que habían adquirido los disidentes en la Cumbre
Iberoamericana y su relativa estabilidad en el entramado internacional. Castro
apostaba por la ventaja de su anclaje en el Caribe, donde es tolerado e incluso
bienvenido. Ya no es una amenaza estratégica y todavía no es el
competidor económico.
Mientras dejaba que las presiones contra el embargo funcionaran en el frente
de Estados Unidos, Cuba seguía moviendo sus fichas para conseguir la
integración plena en el entramado del grupo ACP (África, Caribe,
Pacífico) que negociaba la transformación de la venerable Convención
de Lomé en lo que ahora es el Acuerdo de Cotonou. Después de que
el tradicional acuerdo de cooperación fuera rechazado en 1996 (justamente
en plena «crisis de las avionetas» y la aprobación de la ley
Helms-Burton), al estilo del disfrutado por todos los países
latinoamericanos, Cuba se aprestaba a entrar por la puerta trasera de Europa en
el ACP, aunque fuera para dejar con un palmo de narices a Estados Unidos. La
luna de miel entre Cuba y el CARICOM era la garantía.
Pero en otro frente, la cara más antipática de Europa le
reservaba anuales bofetadas a Cuba. En el seno de la Comisión de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas, el bloque europeo (estados miembros y
candidatos) mandaba un toque de atención a la isla. La Habana, con gran
optimismo, podía esperar que los errores de los Estados hicieran que el
anual ejercicio de la resolución condenatoria de Cuba quedara en tablas técnicas,
y se resaltara a cambio el persistente rechazo del embargo en el seno de la
Asamblea General de las Naciones Unidas. Europa ha votado en los últimos
cónclaves en bloque contra Cuba.
Simultáneamente, la Comisión Europea mantuvo en hibernación
un paquete de ayudas y el proyecto de integración en el grupo ACP. Se
trataba de lograr un mínimo acuerdo que dejara contentos a todos, sin
irritar demasiado a Washington. Se trataba de reiterar la reprimenda y mantener
la oferta de los beneficios como zanahoria.
Entretanto, la actitud de ciertos países europeos con respecto a Cuba
ha persistido en la línea de las inversiones y el comercio, pero sin
pasarse del límite prudencial, tanto en lo que respecta a un riesgo
financiero intolerable como a extenderse en sectores que de momento les están
vedados. Como advertencia, Castro puso en su momento el freno a las nuevas
inversiones inmobiliarias.
Por otra parte, aunque para Cuba el vínculo con España,
Francia e Italia puede ser crucial, la ubicación de la isla en el
entramado económico global de esos países es modesta. En realidad,
la aparente situación privilegiada de España en comparación
con la inexistente presencia de Estados Unidos no se ve como amenaza, sino
simplemente como una transitoria peculiaridad. Otro será el panorama
cuando la total normalidad política y económica presida los
destinos de Cuba.
Tras la resolución del «caso Elián», cambió
de marcha, en su inexorable senda del agotamiento de la paciencia de Washington.
Castro intuyó que la táctica del acoso contra Estados Unidos se le
esfumaría. Optó por usar la condena de Ginebra y suspendió
las negociaciones con los «lacayos del imperialismo de Washington».
Esta rabieta sin duda reforzaba la actitud de los llamados países «duros»
de la Unión Europea.
Los expertos todavía se preguntan por qué Castro se arriesgó
a la cautela y bofetada europeas con el recrudecimiento de la represión y
luego elevó la tensión con Bruselas. En apariencia, no se entiende
que hiciera peligrar la integración en el grupo ACP, un premio de
consolación que tantos esfuerzos le costó conseguir, y que
finalmente rompiera la baraja. En el fondo, le interesa más mantener la
tensión con quien sea (Europa o Estados Unidos) y de rebote poder seguir
cohesionando el sentimiento nacionalista, clave de la supervivencia de su régimen.
De ahí que no le interese el levantamiento del embargo mediante la oferta
de medicinas, o las migajas europeas. En la propia expresión del
comandante, el acuerdo de Cotonou representaba «mucho fastidio para tan
poca plata». En otras palabras, que Bruselas no vale una misa, como bien
comprobaron el propio Papa y su Iglesia.
La Unión Europea, tozuda en su ambigüedad, aceptó una fórmula
innovadora e insólita. Dejó que el grupo ACP aceptara la entrada
de Cuba, sin entrar a formar parte de los signatarios de Cotonou. En términos
comparativos, es como ingresar como socio de un selecto club de golf, pero tener
prohibido practicar este deporte. La visita de la «troika» europea a
Cuba se inscribe en esta política ambigua y contradictoria en busca de fórmulas
imaginativas.
Esta táctica resulta idónea durante la actual presidencia
belga, pero puede saltar por los aires cuando Madrid tome las riendas de la UE
en el siguiente semestre.
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