Luis Aguilar León.
El Nuevo Herald, agosto 26 , 2001.
Las aladas arpías de negra fama y cruel reputación no eran más
que verdugos de los dioses, prontas a castigar a quien se les ordenara. Su mala
reputación la crearon sus feroces y repulsivas apariencias, no sus
acciones. Significativamente, el delito que más irritaba al Olimpo era el
de aquellos mortales que rechazaban las señales que indicaban la voluntad
de los dioses.
¿Por qué las evoco? Porque recientemente Fara
Armenteros, una de las lúcidas y bravas periodistas que luchan en
Cuba por la libertad de expresión, reportó algo que está
ocurriendo en La Habana, que es, para muchos cubanos, una señal luctuosa.
El edificio FOCSA, el más alto de la capital, el que despejó un
nuevo horizonte a la vitalidad de la arquitectura cubana, el que abría
sus enormes alas de concreto como si anhelara abrazar al malecón y bañarse
en la espuma que saltaba del mar, se está volviendo una ruina en cuyas
quebradas paredes y abandonados balcones las auras tiñosas, la versión
tropical de las arpías helénicas, descargan sus deyecciones.
Para los que conocen su historia, lo que ocurre en el FOCSA es un reflejo de
lo que ocurre en Cuba. Todavía más, el edificio y la revolución
han seguido cursos curiosamente paralelos. El edificio fue inaugurado poco antes
de que Castro entrara triunfalmente en La Habana. En 1961, dos años más
tarde, el mismo Castro proclamó su comunismo y el "gobierno
revolucionario'' inició la trituración de la sociedad cubana
imponiendo sus utópicas medidas "socialistas''. De ahí que
cuarenta años más tarde el edificio modelo, el que había
sido vanguardia arquitectónica y muestra del vigor de nuestra economía,
se esté derrumbando poco a poco; los elevadores no funcionan, los rusos
se llevaron todos los aires acondicionados, y no ha habido ni se han tomado
medidas que ayuden a preservar las ruinas funcionales. Como casi todos los
proyectos "revolucionarios'', excepto los hoteles construidos para los
turistas, en Cuba el proceso ruinoso forma un arco que va de la declinante zafra
a la monumental y devoradora deuda pública. El FOCSA es, pues, un barómetro
que baja con el bajo pulso de la revolución. Las arpías, o la
versión criolla de ellas, las auras tiñosas, han podido manchar el
edificio porque ya la revolución no es capaz de proteger vitales
estructuras.
Pero sigamos con los rasgos similares. Contempladas desde lejos, desde la
tierra, cuando vuelan alto por los cielos de Cuba, las auras tiñosas,
nuestras arpías, demuestran su maestría sobre los vientos, juegan
sobre las nubes y lucen tan serenas y nobles como las águilas. ¡Ah!
Pero apenas saltan a la tierra o se engarfian en un árbol trunco, para
rapiñar alimentos putrefactos, toda su fealdad de brujas encorvadas se
pone de manifiesto y, como hacían los helenos, los cubanos se espantan y
las espantan.
Pues bien, algo parecido ocurre con el concepto de revolución.
Proclamada como utópica justicia, como solución a los males
sociales, la "revolución'' suele, o solía, atraer a muchos,
sobre todo a los jóvenes, que sueñan con el heroísmo y
vibran de entusiasmo. Pero, como ocurre con las arpías criollas cuando se
lanzan al suelo, la visión ideal de la revolución y de una
sociedad justa e igualitaria no suele sobrevivir al inicio de la acción.
Es entonces cuando se incendian las furias, se dispersa el odio y resuenan por
largo rato las masacres y los fusilamientos. Después, como ocurrió
en Rusia, la revolución se esfuma dejando detrás millones de víctimas
o, como está ocurriendo en Cuba, se vuelve una pétrea pirámide
de sangre, hambre y huecas palabras.
Lo cual nos trae a la hora presente y al delito que más irritaba a
los dioses griegos: el que los humanos se negaran a ver la realidad que todos
deberíamos ver, la no existente nobleza de las aves de rapiña, los
crímenes y desastres que trae una revolución. De ahí el
toque de asombro cuando se escucha al presidente de Venezuela, quien se proclama
"bolivariano'', reiterar su admiración por la revolución
cubana y la venezolana, y por "todos los procesos de cambio social''.
Prudentemente, el presidente no mencionó el caso de la Unión Soviética,
ni el "proceso de cambio social'' con el que un "revolucionario'', Pol
Pot, casi borra de la tierra a toda la población de Cambodia. El agónico
rostro de esa revolución estremeció al mundo.
Pero Bolívar sí conocía esa realidad. El 8 de enero de
1823, le escribe al general F. de P. Santander: "En Buenos Aires ha habido
una nueva conspiración en el mes de agosto; se descubrió, pero no
se ha podido destruir porque el coronel que la descubrió no ha querido
declarar nada. Así todo está peor que estaba. Eso es lo que
quieren los bochincheros; gobiernitos y más gobiernitos, para hacer
revoluciones y más revoluciones''.
Esas frases y otras muchas que se pueden citar hacen muy difícil
creer que el Libertador aplaudiría la obra de Castro en Cuba o expresaría
simpatía por aquéllos que siempre están planeando "más
y más gobiernitos, para hacer más y más revoluciones''. No,
Bolívar ciertamente conocía bien la leyenda de las arpías y
la dureza de toda revolución.
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