Daniel Morcate. El
Nuevo Herald. Agosto 23, 2001.
Mucho había tardado en difundirse el hecho de que terroristas de todo
pelaje están utilizando a Colombia como centro de adiestramiento y
operaciones. La aparente discreción y la astucia con que funcionan los
terroristas profesionales no explican del todo esta tardanza. Otra razón,
mucho más importante, es la falta de voluntad política de las
democracias, empezando por la colombiana, para reconocer la magnitud y las
posibles implicaciones del fenómeno. Una es que, detrás del
terrorismo que practican las guerrillas de las FARC y del ELN, opera la mano
cada vez menos oculta de varios gobiernos. Y es que hace mucho tiempo que se
sabe que el terrorismo sistemático es, sobre todo, un terrorismo de
estado.
Probablemente con la ayuda de la inteligencia de democracias aliadas, la
policía colombiana capturó a tres miembros del Ejécito
Republicano Irlandés, incluyendo a Niall Connolly, alias David Bracken,
quien vivía y funcionaba desde Cuba desde hace por lo menos cinco años.
Los tres son sospechosos de entrenar a guerrilleros colombianos en técnicas
para intensificar el terror en las ciudades, es decir, para asesinar todavía
a más personas inocentes. También se sospecha que fabricaban, con
todas las garantías de seguridad que les ofrecía la zona que
desmilitarizó el presidente Andrés Pastrana, "superbombas''
para hacerlas estallar en Gran Bretaña e Irlanda del Norte. La prensa
colombiana ha documentado, además, la participación de militares
cubanos y terroristas de la ETA en el adiestramiento de guerrilleros; y el envío
a la guerrilla de materiales explosivos por parte del dictador libio, Muammar
Gadhaffi.
El crónico estado de violencia en que vive Colombia ha sido por largo
tiempo un imán para los terroristas internacionales y para los regímenes
que los auspician. Pero sería ingenuo pensar que sus intereses y su radio
de acción en nuestro hemisferio se limitan a ese convulsionado país.
Como los gérmenes infecciosos que invaden el cuerpo humano, los
terroristas son agentes oportunistas que acechan a países con grandes
problemas sociales pendientes, sobre todo si esos países, como Perú
y México, han decidido abrumadoramente enfrentar sus problemas por la vía
democrática. Y es que la democracia es al terrorista como la cruz al
diablo en la mitología cristiana. Con su civilizada costumbre de
enfrentar los males políticos y sociales a través del diálogo
público, la democracia niega la esencia misma del terrorista, su razón
de ser. Por eso el terrorista se convierte en su enemigo jurado. Y esto a la vez
hace imprescindible que los gobiernos democráticos se unan para
combatirlo juntos.
Las guerrillas colombianas son en realidad masivas agrupaciones de tiratiros
que viven del terror, aspiran a llegar al poder mediante el terror y a gobernar
de la misma forma. Y eso va tanto para las que operan a la izquierda como para
las que operan a la derecha del espectro político del país bajo el
vago nombre de "paramilitares''. La mejor prueba de ello es que todas han
renunciado a cualquier coartada ideológica y luchan de la misma manera
inescrupulosa, a través del robo, el secuestro, la extorsión, el
narcotráfico, los atentados violentos y el asesinato indiscriminado. Por
eso encuentran aliados naturales en terroristas extranjeros que libran campañas
similares contra el orden democrático en sus respectivos países.
Si alguna convicción política hermana a estos falsos héroes
es la de que jamás lograrían sus fines en el marco de la
democracia. Su objetivo fundamental no es insertarse en el juego democrático,
sino imponerse a la fuerza a toda la sociedad. Su visión del "diálogo'',
por consiguiente, tampoco es la que mueve a los demócratas como el
presidente Pastrana, los miembros moderados del Sinn Fein irlandés o los
nacionalistas vascos que se someten a la voluntad de los electores, es decir, la
de resolver diferencias de manera racional en aras de la paz democrática.
Más bien dialogan para ganar tiempo, para no enajenar del todo a la opinión
pública y con la perenne esperanza de hacer claudicar a sus adversarios.
Por eso no hacen concesiones a menos que no les quede otro remedio. Eso
significa que no las hacen nunca cuando se sienten fuertes, cuando un gobierno
democrático, como el de Pastrana en Colombia y el nacionalista en el País
Vasco, les hace a su vez concesiones sin exigirles nada concreto a cambio.
Ante estas crudas realidades del terrorismo internacional, ¿qué
pueden hacer las democracias que lo padecen? Lo primero que deberían
hacer es dejar de fingir que el problema no existe o que no es lo
suficientemente grave como para ameritar una respuesta. Hace ya casi dos décadas,
el pensador francés, Jean-François Revel advertía que las
democracias tienen el mal hábito de "sólo tomarse en serio su
propio terrorismo'' y "de ver como algo más bien folclórico,
y a veces incluso simpático, el de los demás''. En ninguna parte
eso ha sido más cierto que en Latinoamérica. México, por
ejemplo, exhibía como un blasón de su política exterior la
protección de terroristas... hasta que le tocó sufrirlos en suelo
propio. Panamá aún les sirve de zona de tránsito. Y hoy
algunos de sus más connotados promotores, como Fidel Castro, se sientan a
la misma mesa que los demócratas.
Esta cortina de humo sólo ha servido para postergar el otro paso
necesario que deberían dar nuestras democracias: lograr la voluntad política
indispensable para enfrentar unidas al terrorismo internacional con determinación
y eficacia.
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