José Manuel Hernández. Profesor emérito
de Georgetown University. El Nuevo Herald.
Agosto 23, 2001.
Esta tarde tendrá lugar en el salón Botifoll del Koubek Center
la presentación del último libro de Néstor Carbonell
Cortina. En esta oportunidad, se trata de un estudio sobre los grandes debates
de la Asamblea Constituyente de 1940. Doy por descontado que será
recibido con plácemes. No sólo por el talento y el bagaje cultural
del autor, que son bien conocidos, sino porque el tema siempre ha sido grato
para el exilio.
Son pocos los cubanos, en efecto, que no reaccionan positivamente cuando se
les menciona la Constitución de 1940. No sé si están al
tanto de que, en su edición de 1958, la Enciclopedia Británica
declaró taxativamente que el régimen de seguridad social que en
ella se establece "es de los más avanzados del mundo''. Ni siquiera
los que escriben en la isla irredenta bajo la insomne pupila de los cancerberos
castristas se atreven a cuestionar el carácter progresista de la ya añosa
carta fundamental.
Un sentimiento de aprobación tan generalizado demanda una explicación.
Porque yo he asistido a cónclaves de jurisconsultos en los que se han señalado,
uno a uno, los numerosos defectos técnicos de que adolece el texto
constitucional. Y he leído crónicas de la época en que
tuvieron lugar los debates en las que se habla con gran desenfado de pactos políticos
poco edificantes, encontronazos verbales de tono callejero entre los miembros de
la Asamblea, y una vergonzosa disputa por la posesión de una vacante
senatorial en Las Villas.
La premura con que tuvo que ser completada la Carta también creó
problemas. A la convención constituyente se le fijó un término
de tres meses para llevar a cabo su cometido, y antes de que Carlos Márquez
Sterling, uno de los políticos más prometedores del momento,
asumiera su presidencia, había avanzado muy poco. Se cuenta que los
diecisiete días que precedieron a la clausura oficial fueron de una tensión
increíble. Los delegados sesionaron de la madrugada a la noche, y en su
prisa por cumplir su mandato a tiempo aprobaron títulos enteros casi sin
discusión, tal y como los había redactado la comisión
coordinadora. De los 286 artículos de la Constitución, 236 fueron
aprobados durante ese breve periodo.
Como resultado, hubo omisiones lamentables; se incluyeron preceptos
contradictorios en el texto y se insertaron otros inaplicables en la práctica.
Por una parte, los delegados fueron excesivamente minuciosos, descendiendo a
detalles impropios de una Carta Magna; por otra parte, hicieron depender la
vigencia efectiva de demasiadas normas de la promulgación de leyes
complementarias por el Congreso de la república. También se
aceptaron secciones que constituían frenos al desarrollo económico
del país.
Los hombres responsables de estas deficiencias estaban conscientes de lo que
habían hecho. "Esta constitución que acaba de promulgarse'',
dijo Márquez Sterling en un discurso que pronunció con este
motivo, "no es una obra perfecta''. Pero añadió a renglón
seguido: "Responde a un estado de derecho''. Aludía con esto el
presidente de la Asamblea al hecho de que el propósito fundamental que se
había perseguido al redactar la Constitución había sido
liquidar la dictadura militar de Fulgencio Batista e implantar en su lugar un régimen
democrático. Y eso se había logrado.
¿Qué importaban, pues, defectos que podían ser subsanados
posteriormente mediante reformas constitucionales o las interpretaciones de los
tribunales? Lo que importaba era que desde el mismo día de la inauguración
de la Constituyente, los delegados habían podido expresarse con entera
libertad y el público de las tribunas había podido pronunciarse
contra el presidente de la república y el jefe del ejército como
quiso. En ningún momento el gobierno había intentado desconocer la
soberanía de la Asamblea ni interrumpir o entorpecer el proceso democrático;
ni había habido otra bandera que la enseña nacional ondeando sobre
el Capitolio mientras los representantes del pueblo ventilaban sus diferencias
políticas e ideológicas. Esta vez no había habido Enmienda
Platt.
¿Empezamos a vislumbrar ya por qué la Constitución de
1940 es el documento político más importante de la historia de la
Cuba republicana? Al ser firmado en Guáimaro --donde se adoptó la
Constitución de la primera república en armas-- el delegado
liberal Rafael Guas Inclán dijo que la nueva carta fundamental duraría
mucho o poco, según las circunstancias (duró poco, sólo
doce años). Siempre quedará, agregó, "como la fiel
reproducción de una época y de la expresión de los anhelos
de Cuba en estos momentos''. Y tenía razón el destacado político.
La Constitución de 1940 fue la obra de todos los partidos políticos
de aquellos tiempos y de todas las agrupaciones y asociaciones que comparecieron
ante los diversos comités a manifestar sus aspiraciones, y en ello radica
su relevancia y valor histórico.
Néstor Carbonell ha hecho bien en dar a la publicidad su libro.
Fortalecerá, sin duda, el aprecio que muchos sienten por la Constitución
de 1940. Pero, sobre todo, ayudará a que se comprenda que lo que brilla
en su articulado no es tanto su perfección técnicojurídica
o lo avanzado de la doctrina que los inspira sino el reflejo de la voluntad
mayoritaria del pueblo de Cuba manifestada a través de representantes que
supieron conciliar sus opiniones y concluir un nuevo pacto socialdemocrático.
Es cierto que apenas el 57 por ciento del censo electoral concurrió a las
urnas para elegir a los constituyentistas. Pero es preciso también
recordar que en toda la historia de Cuba republicana la oposición derrotó
al gobierno solamente en dos contiendas electorales: la que elevó a Ramón
Grau San Martín a la presidencia y la que eligió a los delegados a
la Asamblea Constituyente de 1940.
Conviene tener todo esto presente el día que haya que dotar a una
Cuba democrática de una base legal durante un período de transición.
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