Poncito
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, agosto - Es de madrugada. Una madrugada incipiente. Son pasadas
las doce de la noche. Sobre la Habana Vieja flota una quietud nefanda. Es un
silencio material que puede tocarse. Los borrachos están con sus botellas
de alcohol casero en las esquinas de siempre. De cuando en cuando pasan
jineteras estridentes del brazo de turistas que han logrado capturar. Jóvenes
negros van de un lado a otro ofreciendo tabacos y chicas a turistas varones
solitarios. Los policías de posta en las esquinas a veces intervienen y
solicitan documentación, pero en otras ocasiones permanecen en silencio
como estatuas romanas que sólo cobran vida si de repente el orden
establecido se sale de lo aceptable.
Los bares y cafeterías de nuevo tipo, que se encuentran situados a
todo lo largo de la calle del Obispo, expanden el ruido forzado de sus orquestas
tristes. Hace calor y, sin embargo, los balcones de algunas casas permanecen con
sus puertas y ventanas cerradas. La gente tiene miedo y se emborracha en el
interior de sus hogares. Algo le ha ocurrido a la ciudad con sus edificios
derruidos y cubiertos de mugre. Todo el pasado esplendor de su arquitectura ha
sido alterado por el paso turbulento de una revolución. Nadie sabe de qué
se trata. Pero la alegría de vivir ha desaparecido. Ya la gente no se
concentra en el presente ni en el pasado ni en lo que ocurrirá en el
futuro.
Continúo mi recorrido hacia el policlínico Don Tomás
Romay. El médico de guardia le ha pedido a los enfermos que hacemos la
cola que aguardemos un poco y le permitamos comerse un pan con guayaba. Luego
salgo a la calle con mi receta. Al frente, el parque Cervantes permanece en la
oscuridad y el hidalgo escritor español apenas puede verse en la
penumbra.
Cuando llego a la calle Empedrado el aire del puerto toca mis mejillas. Miro
hacia la Catedral de la Habana y entre las pocas personas que deambulan a esa
hora presiento que me encontraré contigo, Poncito.
Fueron muchas las veces que nos encontramos los dos tarde en la noche. Era
cuando salíamos de nuestras madrigueras en busca de lo mismo: diazepam.
Ese es el modo en el cual sobrevivimos el "período especial".
Me duele no volver a verte más. Algunas muertes no me han afectado tanto.
Pero la tuya es la primera que me estremece. ¿Dónde te encuentras
ahora? ¿Continuarás haciendo las mismas preguntas de siempre? ¿Te
habrás ido sin saber, o sabías demasiado?
A las dos de la madrugada me senté en la parte del parque de los
Capitanes Generales que solíamos utilizar. Es el sitio donde el viejo
reloj del palacio del gobierno español queda detrás y nos brinda
una visión estrecha del puerto nocturno, que a esa hora está
iluminado y a cuyos pies, sobre las aguas de la bahía, a veces un barco
de mayor calado se estaciona del otro lado de la ribera. En aquellas largas pláticas
hablamos de muchas cuestiones, pero si me escuchas sabes que no hablamos de
algunos temas. Tuvimos que defendernos. Nos tocó una etapa histórica
donde ya no sacan uñas, la policía no mata a los opositores del
gobierno y los arroja en las cunetas de terraplenes oscuros. No es necesario.
Hace años nos mataron de otro modo. De sólo mirarnos lo sabíamos.
Somos dos muertos. Fue un privilegio saber en vida que estamos muertos. En Cuba
hay muchos cadáveres vivientes que se creen vivos.
Tu desaparición, amigo Ponce, dejó un vacío en la
cultura cubana. Amabas demasiado a la isla. Ahora, si más allá de
la muerte existe la forma de continuar existiendo con conciencia, sabrás
que siempre te valoré y te consideré mi amigo excepcional. Cuando
pasen los años y de nuestra época sólo queden nuestros
textos, los de todos los que te conocieron, crecerás y nunca serás
olvidado. Ahora, amigo Poncito, descansa en paz. Para ti se terminaron todas las
batallas de este mundo ignominioso.
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