A paso de
bastón: condenada intolerancia
Manuel David Orrio, CPI
A Loreta
LA HABANA, agosto - No existe modo de evitar que me tome por sorpresa. Casi
diez años en el movimiento cubano por los derechos humanos, casi seis en
el periodismo independiente, no alcanzan para curtir el pellejo y no sentir el
latigazo al corazón. Dice un amigo que no le dé importancia, que
el vínculo de sangre no inmuniza de la mediocridad. Quizás sea así.
Pero es imposible resignarse a aceptarlo. Se creció con ellos, estuvieron
desde siempre. Algunas que otra compartió conmigo sus cuitas de amor; el
inevitable profesor de marxismo de varios primos universitarios fui yo; el ala
castrista de mi cepa, en algún momento, tuvo la capacidad de salvarme de
un abismo. Pero hoy algunos me excluyen, algunos me hacen vivir dentro de mi
familia las exclusiones de que soy víctima en una sociedad a su vez
prisionera. No soy el único, otros disidentes y periodistas
independientes sufren lo mismo y sé que también les ha tomado por
sorpresa.
A la hora de un balance, exactamente a la hora de un balance que algún
día llegará, los cubanos habremos de preguntarnos cómo
permitimos que las diferencias políticas dividieran a nuestras familias,
en país donde ésta había desarrollado una proverbial
inmunidad contra esas discrepancias. Fidel Castro, por estos días celebró
su aniversario 75 en la tierra de Bolívar, buena oportunidad para
recordar que el mejor oficial del Libertador, Antonio José de Sucre,
autorizó a que antes de iniciarse la histórica batalla de Ayacucho
los familiares que militaban en las armas adversas se dieran un último
abrazo. Por cierto, accedió a petición del mando enemigo, cuenta
Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas, lo que demuestra hasta dónde
el culto a la familia forma parte de las identidades cubana y latinoamericana, y
hasta dónde no marchar por esos caminos es un acto de contracultura.
¿Cómo dejamos a la condenada intolerancia invadir a nuestros
hogares? ¿O estuvo siempre, agazapada, en espera de su oportunidad? Les
advierto: llega bien lejos. No sólo por la negativa de éste o aquél
a considerar familiar a quien es disidente, sino por el intento de imponer a
otros miembros de la familia igual conducta intolerante. Bien ilustrativa, mi
personal experiencia de impedirme la conversación telefónica con
una tía anciana, que en modo alguno se solidariza con semejante proceder.
Respeto cubano a la tercera edad, ¡vaya comedia!
"No hagas a otros lo que no deseas que te hagan a ti", parece la
sencilla máxima moral olvidada en esta Cuba de la intolerancia, que es
decir la manifestación externa de una ignorancia distintiva de esa
especie de cultura pueblerina que sólo sabe de política municipal
y espesa, al decir de hombre de tanto pensamiento global como José Martí,
quien no por gusto apuntó que "el respeto a la libertad y el
pensamiento ajenos, aún del ente más infeliz, es mi fanatismo; si
muero, o me matan, será por ello". Sin dudas, él sabía.
Y está por ver si murió de cara al sol, como consecuencia de un
arranque de pesimismo.
Menos mal que el hombre es animal de esperanzas, confirmadas al constatar
que cuando una puerta se cierra en las narices de este periodista independiente
cubano, otra se abre al instante. Uno se pregunta si, por ende, debe revaluar el
concepto de quién es familia. Pero la humanidad aprendida en casi diez años
exige no olvidar el infinito valor del perdón. Los intolerantes cubanos,
en su mayoría, o son ignorantes o no están informados. Tan mal
informados, que ni siquiera sienten el peso de dos aplastantes y cegadoras
cadenas: la censura y la autocensura. Por ello, parece, lo mejor es imitar al
Crucificado y decir como él: "Perdónales, Señor,
porque no saben lo que hacen".
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