Ken Ringle / La Habana. El
Nuevo Herald. Agosto 16, 2001.
Dominando la Plaza de la Revolución está el monumento más
importante de Cuba, aunque también, quizás, el menos estético.
Técnicamente, honra la memoria de José Martí, el Apóstol
de la independencia cubana. En la práctica, sin embargo, al haber servido
como telón de fondo a tantos interminables discursos de Fidel Castro, se
ha convertido en el símbolo de su revolución marxista.
Ubicado en los terrenos más altos de la ciudad, el monumento se ha
convertido en un nido de buitres. En un día cualquiera, se les puede ver
salir volando en círculos en las alturas sobre los moribundos restos de
la economía anticapitalista de Castro.
Jesse Helms, George Will y William F. Buckley juntos no hubieran podido
imaginar un símbolo más negativo y emblemático de la agonía
del socialismo cubano.
Fidel Castro acaba de cumplir 75 años. Ha pasado 42 de esos años
como el arquitecto y líder de una revolución social de la que
muchos cubanos han estado literalmente dando la vida por escapar.
¿Cuáles son los tres éxitos de la revolución
cubana?, pregunta un chiste popular. Respuesta: la educación, la salud pública
y los deportes. ¿Tres deficiencias? El desayuno, el almuerzo y la comida.
Si uno recorre el campo de esta isla tan dolorosamente bella, no va a tardar
en encontrar, inclusive en los privilegiados hoteles para turistas, grave
escasez de arroz y café, dos productos altamente consumidos en el archipiélago.
Hasta para los turistas es difícil encontrar ese plato de frijoles negros
que es presencia obligada en la mesa de cualquier cubanoamericano. Simplemente
hay pocos frijoles.
Hace 20 años, los fidelistas se jactaban de que mejorar la vivienda
había sido uno de los triunfos de la revolución. Nadie se acuerda
de eso. Desde la caída de la Unión Soviética, hace 10 años
y desde el fin de sus $5,000 millones en subsidios anuales a la isla, ha habido
muy poco dinero para la vivienda. Ni para prácticamente nada. El ruinoso
estado de las casas estatales, e inclusive de la clase media, parte el corazón.
El peor de los proyectos de viviendas en cualquier barrio marginal de Estados
Unidos parece lujoso en comparación.
Para visitar a un artista profesional en La Habana Vieja, hay que subir tres
pisos por una estrecha escalera de concreto que huele a orina. Está
completamente oscuro inclusive al mediodía de un día soleado: no
hay bombillos. El apartamento de un solo cuarto tiene una sala comedor que
apenas puede contener dos sillas, una mesita y un televisor. La familia se
considera afortunada.
En dos ciudades del este de Cuba, el patrón se repite. Una familia de
clase media vive en el segundo piso de los dos bloques de concreto ubicados en
medio de un campo desolado y polvoriento. En la sala comedor no cabría un
auto compacto. En el otro edificio, el cuarto más grande mide
aproximadamente 9 por 12 pies y alberga seis personas de tres generaciones
durante la mayor parte del día.
En el patio trasero, rodeados de unos cuantos pollos, el padre de la familia
está trabajando con los tubos de cobre de un mohoso aire acondicionado.
El aparato tendrá unos 15 años. Pero su dueño está
contento y orgulloso del compresor norteamericano --que acaba de comprar en el
mercado negro-- con que el que piensa resucitar la máquina del frío.
Tanto en la costa norte como en los ricos terrenos de los llanos orientales,
los techos de las casas de concreto narran una gráfica historia de
retroceso de la edad industrial: las tejas de la época prerrevolucionaria
han sido remendadas con una planchas mohosas de metal corrugado que, a su vez,
ahora se han cubierto con pencas de palmas. Es frecuente ver a los campesinos
arando con bueyes y arados de madera.
La mayor parte de estas condiciones han existido desde hace muchos años
y eran todavía peores a principio de los años 90. Lo diferente
ahora es que la creciente afluencia de turistas --1.8 millones el año
pasado y se esperan 2 millones en el 2001-- le ha dado a cada vez más
cubanos algo con lo que compararse a sí mismos y a su gobierno. El
resultado es doloroso.
Los turistas alemanes e italianos en sus Fiats y Peugeots alquilados parecen
viajeros de otro planeta. Gastan más en el alquiler diario de un modesto
cuarto de hotel de lo que la mayoría de los cubanos gana en dos o tres
meses de trabajo. Pero nadie se irrita contra los turistas. La inevitable reacción,
como le dirá la mayoría de los cubanos, es contra el gobierno de
Castro que no sólo ha provocado esta devastación sino que los
considera lo suficientemente estúpidos como para creer que la
responsabilidad es del embargo comercial de Estados Unidos.
"El gobierno se ha acorralado a sí mismo'', comentaba un viejo
fidelista de Santiago. "Necesita desesperadamente el turismo, pero cada
turista es un testimonio de las mentiras del gobierno. Los cubanos ven que no se
están acercando a los niveles de vida del resto del mundo sino que se están
retrasando cada vez más''.
Otro factor que afecta la simpatía por el fidelismo, y que
generalmente se pasa por alto, es la guerra de Angola. Entre 1975 y 1989, unos
400,000 soldados cubanos participaron en la sangrienta guerra civil y, para
muchos, ésta resulta un tema particularmente doloroso.
Sin que nadie les pregunte, muchos hombres de todas partes del país
plantean el asunto. "El gobierno nunca ha admitido cuántos cubanos
murieron allí pero todos sabemos que fueron miles'', declaró un
hombre que vive cerca de Santiago. "No podemos admitir que hayamos
sacrificado a tantos. ¿Para qué? ¿Para pagarle a los rusos?
Prefiero no hablar de eso''.
En todas partes de Cuba uno encuentra una sorprendente unanimidad de
opiniones en unos cuantos temas fundamentales. Todos están de acuerdo en
que el socialismo va a morir con Fidel. Todos creen que su hermano Raúl
va a sucederlo pero que no va poder mantener el poder. Todos parecen creer que
los subsiguientes cambios en el gobierno van a ocurrir sin derramamiento de
sangre ni golpe militar. Todos quieren ser ellos, y no sus compatriotas de
Miami, los que decidan su propio futuro. |