¿Prisioneros
de quién?
Tania Díaz Castro, UPECI
LA HABANA, agosto - El cubano es un inventor de marca mayor. Ha sabido
flotar como el corcho en un régimen totalitario que asfixia cualquier
iniciativa privada. Como en Cuba nadie tiene dinero propio para viajar al
extranjero, situación que no ocurre en ningún otro país del
mundo, el cubano se las ha ingeniado para dar en su vida un viajecito. Cómo
lo ha logrado todos lo sabemos: trepando la cumbre, escalando hasta llegar al
punto culminante del sitio estatal donde autorizan cualquier viajecito al
extranjero. Por eso digo que los cubanos somos más listos que las mismas
culebras.
Cuando a ese cubano al fin le llega el viajecito, y después que San
Pedro lo autorizó, viajecito de unos días o unos meses, vaya...
para refrescar el "período especial" o el socialismo, que para
el caso es lo mismo, deberá afrontar las mismas humillaciones en las
oficinas de Emigración del Ministerio del Interior (MININT) que aquél
que se marcha como refugiado político, o ese otro que obtiene el bombo
(sorteo de visas) de la Sección de Intereses de Norte América, o
que recibe la carta de invitación de un amigo extranjero.
El largo período de trámites le exige llenar un montón
de planillas, responder un montón de entrevistas, ser mirado de reojo por
las muchachas del MININT, tan poco sociables, que no sonríen ni por
casualidad, vestiditas de verde oliva, y puestas allí precisamente por el
carácter ácido que tienen, porque todo aquél que quiere
viajar al extranjero es un exiliado en potencia.
La experiencia de esas lúgubres y humillantes gestiones la tiene todo
el que ha viajado fuera de Cuba, y sólo se han salvado de ella los altos
mandatarios, a quienes le ponen sobre el buró el pasaporte visado y demás
documentos.
Algunos amigos me dicen que continúan las largas horas de espera en
las oficinas de Emigración, las colas a pleno sol, de pie porque no hay dónde
sentarse, las miradas hoscas y las frases lacónicas.
Pero lo peor viene al final, cuando esas "gentiles" muchachas, más
serias que lindas, te dicen que tienes que esperar la tarjeta blanca que te
llegará por correo. Entonces preguntas ingenuamente: "¿Y para
cuándo será eso?"
Y ellas, más frías que una rana, más impenetrables aún,
responden: "No se sabe".
Ahí es cuando sientes sobre tu cabeza un tremendo jarro de agua
helada, porque las muchachas del MININT te han respondido de una forma tan poco
amistosa, tan poco halagüeña, que te vas con la seguridad de que el
cartero jamás gritará tu nombre en la acera de tu casa, con la
dichosa tarjeta blanca a la que muchos llaman "carta de libertad", la
misma que otorgaba el dueño de los esclavos en la época colonial o
la que reciben los presos cuando se les vence el plazo de condena.
Por eso pienso, decididamente, no viajar al extranjero. Será lo mejor
que me pueda ocurrir. No podría soportar que, después de vieja, me
miraran de reojo, me pregunten diez veces lo que saben de antemano, tenga que
esperar por una tarjeta blanca, o que me bajen del avión como le ocurrió
a mi colega Oswaldo de Céspedes hace poco, porque presuntamente había
algo confuso en sus trámites de emigración.
Mejor me quedo. No importa si me siento prisionera o no. Mi imaginación
tiene alas para volar, y eso es suficiente.
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