CUBANET .INDEPENDIENTE

9 de agosto, 2001


A paso de bastón: una tarde de aventuras motorizadas

Manuel David Orrio, CPI

LA HABANA, agosto - El concilio de mis amigos acabó por considerarme definitivamente loco, tras mi decisión de hacerme motociclista y emprender la doma de un ciclomotor resabioso bautizado por mí como El Engendro. Antes opinaban de manera más benévola: mi ingreso al periodismo independiente cubano lo valoraron únicamente como ligero trastorno de personalidad. Pero ahora afirman que no sólo enloquecí, sino que además lo disfruto.

Mis amigos aseguran que no moriré por cometer una infracción del tránsito. Para ellos, mi expediente de diez años como ciclista es el aval de que mi motorización no hará cambiar mi disciplina vial, por la bobería de haber incrementado mi velocidad promedio. A ellos les preocupan las infracciones de "los otros": los otros ciclistas y motociclistas, los otros conductores de automóviles, los otros al timón de esa especie de mamut tropical conocido como "camello cubano".

Parte de razón tienen, los amigos: una cierta dosis de locura se precisa para conducir un vehículo automotor en país como Cuba, donde los accidentes del tránsito ocasionados por la irresponsabilidad -¿forma de suicidio?- constituyen el 80 por ciento de un total que en el 2000 fluctuó entre los 9,619 y los 10,272, de acuerdo con las contradictorias cifras oficiales, y en los que un 67 por ciento involucró a medios relacionados con el turismo, cual si los visitantes del exterior no supieran conducir automóviles de alta velocidad por calles y carreteras de estado desastroso.

Una tarde de aventuras motorizadas puede ilustrar cómo es el mundo real de las calles habaneras y hasta cuánto la muerte acecha. Relataré, para ello, lo ocurrido en unos 120 minutos de circular por el centro de la capital, a menos de cuarenta kilómetros por hora y absoluto respeto de a las disposiciones de tránsito. Así pues, imagínese el lector a eso de las cinco de la tarde, mi fiel Engendro asciende por la calle Marqués González, para incorporarse a la Avenida de Carlos III, al final tengo una cuesta arriba más bien retadora, y un semáforo. El Engendro no se amilana y ni siquiera pide más aceleración, comienzo a frenar, pero el cambio de luz roja a verde me autoriza a continuar y abordo Carlos III con buen impulso. Un ciclista que estaba detenido decide "llevarse su luz roja". Buenos reflejos de Manuel David, excelentes bandas de frenos de El Engendro, le salvan de sabe Dios qué.

"¡El c... de tu madre!, grito, mientras sigo por Carlos III en dirección a la calle San Francisco, donde reside un amigo. Viaje sin novedad. De ese lugar parto para tener con mi hijo Miguel David una conversación de "hombres". Casi a la altura de Infanta y Zanja, un camión me da mala espina, lo bordeo y llego al semáforo de Infanta y Carlos III, tras evadir a un Lada que no respetó la señal de PARE. Mientras espero la luz verde, un motociclista se aparea.

"Cuidado, asere, que el del camión está borracho". La luz verde se acompaña de dos acelerones motociclísticos y escapatorios. Luego de conversar con mi hijo, emprendo la búsqueda de un teléfono público en operaciones, lo que me hace recorrer algunos kilómetros. ¡Bingo!... en Cuatro Caminos, y pagando en dólares porque el vandalismo telefónico en la capital ya la tomó también con los teléfonos públicos dolarizados.

Misiones cumplidas. A eso de las siete pasado meridiano emprendo el regreso a casa, desde ese Cuatro Caminos no tan lejano a mi hogar cuyo mercado agropecuario sirve de punto referencial de precios. Voy subiendo por la Avenida Belascoaín, por el carril derecho de su senda, el espejo informa que no hay peligro y tomo el carril izquierdo para doblar en ese sentido por la calle Peñalver, reducto del gordo Rivero. De repente, a toda velocidad, un automóvil aparece en el espejo, su claxon me avisa de su disposición aplastadora. Señalo mi maniobra en proyecto, lo que equivale a decir al apurado que me sobrepase por la derecha. Pero el Fangio de turno -perdone, campeón- lo hace ¡por la izquierda!, tomando incluso la senda contraria de la doble vía que es Belascoaín.

Así de simple, casi me matan. Ni siquiera me dejaron tiempo para cumplir con el ritual: mentar la madre del desgracia'o asesino en potencia que "me puso las bolas a la altura de las amígdalas".

Al fin, hogar, dulce hogar. Mi mujercita linda me ofrece un café, no sin preguntarme: "¿Cómo está la calle?"

"¡Igual que siempre!"


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