A paso de
bastón: una tarde de aventuras motorizadas
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, agosto - El concilio de mis amigos acabó por considerarme
definitivamente loco, tras mi decisión de hacerme motociclista y
emprender la doma de un ciclomotor resabioso bautizado por mí como El
Engendro. Antes opinaban de manera más benévola: mi ingreso al
periodismo independiente cubano lo valoraron únicamente como ligero
trastorno de personalidad. Pero ahora afirman que no sólo enloquecí,
sino que además lo disfruto.
Mis amigos aseguran que no moriré por cometer una infracción
del tránsito. Para ellos, mi expediente de diez años como ciclista
es el aval de que mi motorización no hará cambiar mi disciplina
vial, por la bobería de haber incrementado mi velocidad promedio. A ellos
les preocupan las infracciones de "los otros": los otros ciclistas y
motociclistas, los otros conductores de automóviles, los otros al timón
de esa especie de mamut tropical conocido como "camello cubano".
Parte de razón tienen, los amigos: una cierta dosis de locura se
precisa para conducir un vehículo automotor en país como Cuba,
donde los accidentes del tránsito ocasionados por la irresponsabilidad -¿forma
de suicidio?- constituyen el 80 por ciento de un total que en el 2000 fluctuó
entre los 9,619 y los 10,272, de acuerdo con las contradictorias cifras
oficiales, y en los que un 67 por ciento involucró a medios relacionados
con el turismo, cual si los visitantes del exterior no supieran conducir automóviles
de alta velocidad por calles y carreteras de estado desastroso.
Una tarde de aventuras motorizadas puede ilustrar cómo es el mundo
real de las calles habaneras y hasta cuánto la muerte acecha. Relataré,
para ello, lo ocurrido en unos 120 minutos de circular por el centro de la
capital, a menos de cuarenta kilómetros por hora y absoluto respeto de a
las disposiciones de tránsito. Así pues, imagínese el
lector a eso de las cinco de la tarde, mi fiel Engendro asciende por la calle
Marqués González, para incorporarse a la Avenida de Carlos III, al
final tengo una cuesta arriba más bien retadora, y un semáforo. El
Engendro no se amilana y ni siquiera pide más aceleración,
comienzo a frenar, pero el cambio de luz roja a verde me autoriza a continuar y
abordo Carlos III con buen impulso. Un ciclista que estaba detenido decide "llevarse
su luz roja". Buenos reflejos de Manuel David, excelentes bandas de frenos
de El Engendro, le salvan de sabe Dios qué.
"¡El c... de tu madre!, grito, mientras sigo por Carlos III en
dirección a la calle San Francisco, donde reside un amigo. Viaje sin
novedad. De ese lugar parto para tener con mi hijo Miguel David una conversación
de "hombres". Casi a la altura de Infanta y Zanja, un camión me
da mala espina, lo bordeo y llego al semáforo de Infanta y Carlos III,
tras evadir a un Lada que no respetó la señal de PARE. Mientras
espero la luz verde, un motociclista se aparea.
"Cuidado, asere, que el del camión está borracho".
La luz verde se acompaña de dos acelerones motociclísticos y
escapatorios. Luego de conversar con mi hijo, emprendo la búsqueda de un
teléfono público en operaciones, lo que me hace recorrer algunos
kilómetros. ¡Bingo!... en Cuatro Caminos, y pagando en dólares
porque el vandalismo telefónico en la capital ya la tomó también
con los teléfonos públicos dolarizados.
Misiones cumplidas. A eso de las siete pasado meridiano emprendo el regreso
a casa, desde ese Cuatro Caminos no tan lejano a mi hogar cuyo mercado
agropecuario sirve de punto referencial de precios. Voy subiendo por la Avenida
Belascoaín, por el carril derecho de su senda, el espejo informa que no
hay peligro y tomo el carril izquierdo para doblar en ese sentido por la calle
Peñalver, reducto del gordo Rivero. De repente, a toda velocidad, un
automóvil aparece en el espejo, su claxon me avisa de su disposición
aplastadora. Señalo mi maniobra en proyecto, lo que equivale a decir al
apurado que me sobrepase por la derecha. Pero el Fangio de turno -perdone, campeón-
lo hace ¡por la izquierda!, tomando incluso la senda contraria de la doble
vía que es Belascoaín.
Así de simple, casi me matan. Ni siquiera me dejaron tiempo para
cumplir con el ritual: mentar la madre del desgracia'o asesino en potencia que "me
puso las bolas a la altura de las amígdalas".
Al fin, hogar, dulce hogar. Mi mujercita linda me ofrece un café, no
sin preguntarme: "¿Cómo está la calle?"
"¡Igual que siempre!"
Esta información ha sido transmitida por teléfono,
ya que el gobierno de Cuba no permite al ciudadano cubano acceso privado a
Internet. CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores, y autoriza
la reproducción de este material, siempre que se le reconozca como
fuente.
|