Ella
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, agosto - En el barrio vive una mujer que me quiere mucho. Cuando
salgo de casa me la encuentro en las calles de la Habana Vieja. No sé cómo
lo logra, pero siempre está al corriente de la mercancía que ha
llegado a la bodega, a la carnicería, al puesto de viandas y a la pollería.
Sabe de los cruces de calle donde ahora mismo hay un camión que vende
esto y aquello. Ella es útil por tener el don misterioso de adelantarse a
los acontecimientos y profetizar cuáles productos repartirá el
Estado a los pobladores dentro de días, semanas o meses.
Cuando salgo del edificio donde vivo lo primero que hago es pensar en ella.
Entre sus cualidades posee el don de la ubicuidad. De todo acontecimiento que
ocurra en la parte vieja de la ciudad, casualmente, ella es el testigo ideal.
"Casualmente pasaba por allí y lo vi y oí todo", te
dice.
Pero desde hace unos días he comenzado a rechazarla. La mayor parte
de sus noticias no me importan. Cuando me las comunica causan fastidio.
Recientemente, cuando me dirigía hacia la biblioteca, me saludó
desde el Parque de los Capitanes Generales. Soy hombre de buenos modales, y la
experiencia me ha enseñado a no perder el control entre los más acérrimos
e incorregibles demonios. Pero ese día se me acercó y me dijo:
"¡Ramón... el pollo vino!"
"¡Qué bueno!", exclamé.
"¡No lo pierdas!"
"No, no lo perderé".
Ese mismo día, cuando regresaba a la casa, precisamente después
de haber estado todo el día en la biblioteca, pasadas las ocho de la
noche, ella me esperaba en la intersección de las calles Obispo y
Villegas. Hablaba con una morena de la vecindad. Pero yo sabía que se
trataba de una emboscada.
"¡Ramón... ¿cogiste el pollo?"
"No, no tuve tiempo".
"¡Trata de cogerlo mañana. No lo pierdas!"
"Despreocúpate, mañana lo primero que haré es ir a
la pollería".
Al día siguiente, cuando desperté, lo primero que acudió
a mi mente fue su imagen. Una imagen que comenzaba a mirar como la interrupción
en mi camino. Pero tenía otras preocupaciones más importantes. Por
ejemplo, estaba terminando de escribir la crónica de la semana. Estaba a
medio hacer y no encontraba el final adecuado. Pensé que si salía
más temprano de la biblioteca sobraría tiempo para llegar a la
pollería y comprar el cuarto de libra de pollo que el gobierno nos asignó
en saludo a la efemérides del 26 de julio.
Ese día no sólo encontré el final deseado para la crónica
sino que comencé un artículo basado en una vieja idea y ahora, de
repente, se presentaba sin poder esperar al día siguiente. Otros artículos
se me habían escapado por la postergación. Así que aproveché
el impulso no sólo para terminar la crónica, sino para comenzar el
artículo. Y así, ensimismado en el trabajo, desperté cuando
una de las muchachitas de la biblioteca vino a decirme que sólo faltaban
veinte minutos para cerrar el local.
Cuando salí de la biblioteca no tenía que ser espiritista para
saber que en algún punto de la calle del Obispo ella estaría
aguardándome. Recordé una receta de diazepam que aún no había
caducado; cuando pasé por la droguería Johnson aproveché la
ocasión. Debo reconocer que en las presentes circunstancias una pastilla
de diazepam es más importante que un pedazo de carne. La suerte me sonrió,
en las existencias de la farmacia estaba el medicamento. Salí de la
droguería y subí la empinada calle del Obispo. La busqué
entre los transeúntes y ella no aparecía. Miré en dirección
al restaurante El Floridita y sus alrededores, pero no la vi. Evidentemente, el
día terminaría provechoso y con suerte. Sin embargo, cuando doblé
por la calle Monserrate, poco antes de llegar al restaurante La Zaragozana, allí
estaba, como un centinela, en una de sus manos ella apretujaba los pocos periódicos
que le quedaban.
"Tuve un buen día, Ramón -comenzó a decirme- con
el Granma Internacional me busqué cinco fulas hoy".
"Me alegro -le dije, y pensé que esa noche no hablaría
del pollo. Pero, cualquier esperanza fue inútil porque ella anunció
que tenía una mala noticia que comunicarme. La miré en silencio.
"Perdiste el pollo".
"¡Pero... cómo?, exclamé hipócritamente.
"Lo que oyes. Te demoraste. Si hubieras ido hoy por la mañana lo
hubieras alcanzado. El carro de recogida pasó por la tarde".
"¡Qué desgracia!", exclamé con toda la convicción
que pude imprimirle a las palabras.
"Pero te tengo otra".
"¿Cuál?", pregunté horrorizado.
"Llegó la mortadella".
"¡Mentira!", dije.
"Lo que oyes. Espero que mañana vayas temprano y la compres".
"Despreocúpate, mañana por la mañana lo primero
que haré será comprarla".
Al día siguiente salí de mi habitación con una sonrisa
maquiavélica en el rostro. La noche anterior, consultando con las
almohadas nuevas que últimamente pude comprar, decidí cambiar el
itinerario de mis recorridos. Durante un buen tiempo suspendería la ruta
del Obispo, a fin de cuentas a la Habana Vieja le sobran calles que permanecen
desiertas porque todos quieren marchar por la del Obispo. Mas en el momento que
cruzaba por el parque de El Cristo del Buen Viaje, con la intención de
escapar por la calle Amargura, ella me salió al paso. Su rostro amable
había cambiado y me sostenía la mirada sin pestañear.
"De acuerdo, iré a buscar la mortadella", prometí.
"No pienso dejarte solo. Esta vez no me harás trampa".
Cuando llegamos al comercio una multitud se agolpaba en la puerta y en sus
alrededores. Parecía una manifestación de protesta contra el
gobierno. Yo estaba rojo de ira, ideas tenebrosas cruzaban mi cerebro. Me acordé
de Raskolnikov. Pero en vez de usar el hacha, saqué la libreta de
racionamiento y le dije: "Coge tú la mortadella y cómetela".
"¡Qué dices, Ramón, yo no tengo tiempo para hacer
esta cola!"
"¡Ni yo tampoco, vieja loca, no comprendes que tampoco dispongo de
tiempo!"
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