El Nuevo Herald. Raúl
Rivero. El Nuevo Herald, agosto 7, 2001.
La Habana -- Nadie como el estado socialista para olvidar un amor, anular un
rostro, desaparecer un país o una región del mundo. Nadie como él,
paternal y preciso, para imponer una amistad eterna y luego ponerle fecha fija a
la eternidad.
Es una técnica especial de suplantación la que llevó a
Cuba, en un plazo muy breve, de ser hermano del alma del campo socialista,
querer con locura a húngaros, polacos, alemanes y búlgaros, de dar
la vida por los rumanos y los checos, de entregar la sangre a coreanos y
mongoles, a una plena indiferencia por el destino de aquellos pueblos.
Es verdad que, de repente, la mayoría de ellos dejaron de ser
socialistas, pero la gente era la misma, los ríos siguieron corriendo en
dirección del mar y la nieve insiste en caer sobre las estatuas de Praga
y Budapest.
Pero no, al olvido. Ni una mención en la prensa oficial, como no sea
para reseñar conflictos o desastres. Ninguna noticia sobre los hermanos y
mucho menos de los sobrinos, que ahora diseñan la dinámica de esas
tierras que buscaron y encontraron la sustancia del cambio.
Sombras para aquellos herejes que se desviaron y, si no odio, por lo menos
indiferencia ante el abandono del camino de glorias del socialismo. Ni un
mensaje más por su alianza perpetua y los lazos imperecederos de nuestras
ideas.
Pero no se debía dejar a este pueblo sin afectos. El estado decidió
que era hora de recordar a los olvidados y agraviados de otra época y bajó
la orientación de que había que querer a los compatriotas que
estuvieron saliendo del país en décadas anteriores. Quererlos, sí;
pero no a todos.
Para seleccionar los queribles y los odiables el estado, servicial y eficaz,
trazó las líneas maestras del cariño, instrumentó
las planillas a llenar, definió las características de los
aspirantes para encontrar el afecto familiar y se hizo el trasplante del amor
oficial.
No importa que, durante 20 años, usted no hubiera podido contactar
con su tío de Tampa porque se le discutía la militancia del
partido. Ahora el país necesitaba que usted lo quisiera entrañablemente,
la patria le imponía esa tarea.
Poco a poco, ya autorizados a volver a abrazar a los padres, a los abuelos y
a los hermanos del exilio, los cubanos debían ir desarrollando un cierto
cariño, más superficial, por las grandes masas de América
Latina, nuestros pobres vecinos sumidos en la pesadilla capitalista. A querer un
poco a los indios, a desvelarnos por los mexicanos que tratan de cruzar la
frontera con EU, a sufrir con Rigoberta Menchú y la orquesta sinfónica
nacional; a colgarnos de las cortinas de los teatros municipales del Brasil y a
admirar a Tirofijo y al subcomandante Marcos.
El mandato paternal abarcaba miradas cómplices y guiños para
la izquierda continental y saltos, ovaciones y gritos antimperialistas cada vez
que aparezca Hugo Chávez, en vivo o en la televisión.
Se debe querer también, pero aquí no hay que vociferar, se
exige serenidad, a Jean-Bertrand Aristide, presidente de Haití. El pueblo
podrá mostrar comprensión y ternura, se admite consternación
de bajo perfil, con la presencia anual de los Pastores por la Paz.
Estos son los destinatarios del cariño estatal, la línea de
afectos que está implementada con el visto bueno de los dirigentes y las
organizaciones de masa. Reserva para los distantes y fríos europeos
capitalistas. No dejarse engañar por el lenguaje que se usa en ceremonias
protocolares. Reserva para ellos y niebla para el antiguo campo socialista.
Cualquier cambio de última hora en estos sentimientos, el estado lo hará
saber por los medios de prensa y otros mecanismos, de manera que fluya espontáneamente
hacia la población.
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