Andrés Hernández Alende . Publicado el
viernes, 3 de agosto de 2001 en El Nuevo
Herald
En realidad era de esperar que el presidente George W. Bush aplazara la
aplicación del título III de la ley Helms-Burton, que castiga a
las empresas que hacen negocios con Cuba. Aplicar esa controvertida cláusula
habría causado las iras de los aliados europeos, que ven esa ley como lo
que es: una injerencia arrogante en sus asuntos. ¿Cómo es posible
--pensarán los europeos-- que Washington pretenda impedir a nuestros
empresarios que pongan tienda en Cuba, mientras las propias compañías
norteamericanas lucran en pleno corazón de tiranías espantosas
como China, Vietnam y Arabia Saudita?
A la hora de la verdad, para desmayo de los partidarios de Bush en el exilio
cubano, se ha comprobado nuevamente que la retórica electoral con que los
políticos tratan de ganar votos en Miami suele ser engañosa. Bush,
que para muchos cubanos de Miami era el mesías que llevan 40 años
esperando, hizo exactamente lo mismo por lo que criticaban al demócrata
Bill Clinton, a quien algunos exiliados, en enloquecido frenesí, llegaron
a tildar de comunista.
¿Qué tienen que decir ahora los ingenuos para quienes Bush era
su cid campeador? Sorpresivamente, los políticos de la línea dura
y los patriotas de la radio cubana de Miami se han lanzado en una decidida campaña
por justificar a Bush. Los argumentos que utilizan son exactamente los mismos
que habrían servido para defender a Clinton: el interés nacional,
el deseo de no enemistarse con los europeos, etc. El congresista Lincoln Díaz-Balart
ha llegado a pedir que le demos un año a Bush para que veamos las hazañas
que hará para liberar a Cuba. El presidente, pues, queda emplazado. ¿Quién
sabe si en la Nochebuena del 2002 nos comamos por fin el lechón en La
Habana?
Es una actitud francamente inaudita. Alguien, un sociólogo, un
historiador, tendrá que explicar un día la fijación de los
cubanos de Miami con el Partido Republicano. Ninguno de los dos partidos que se
turnan en el poder han hecho nada realmente decisivo por la liberación de
Cuba. En todo caso, han sido dos presidentes demócratas, Lyndon Johnson y
Jimmy Carter, los que permitieron el asentamiento de un enorme número de
fugitivos del castrismo en suelo estadounidense. Fueron dos demócratas
los que hicieron que Miami sea hoy la segunda ciudad cubana. Pero el exilio,
confundido por sus autotitulados líderes, sigue leal al partido de Bush.
En realidad la aplicación a rajatabla de la ley Helms-Burton carece
de sentido histórico y político. La globalización, que es
la corriente de nuestra época, no reconoce ideologías ni ideales;
sólo mercados. Los seres humanos somos, más que cualquier otra
cosa, consumidores. En ese marco de materialismo, los norteamericanos no sólo
se preguntan por qué se puede comerciar con China y con Cuba no. Quedan
también desconcertados ante la paradoja de que el exilio de Miami,
mientras pide que se mantenga y se recrudezca el embargo comercial, es la
segunda fuente de ingresos del estado cubano, sólo superada por el
turismo y por encima del azúcar.
Mientras los verticales de la Calle Ocho se desgañitan exigiendo que
le aprieten las clavijas a Castro, los exiliados envían puntualmente a la
isla remesas que se calculan entre 800 millones y poco más de mil
millones de dólares al año. Además, visitan la isla en
nutrido número, algunos de ellos no sólo a ver a los familiares
que se quedaron atrás, entre las ruinas del socialismo, sino también
a solazarse en la playa de Varadero y explorar sobre el terreno el fenómeno
de las jineteras. Se rumora que algunos, con previsora mentalidad empresarial,
hasta han comprado propiedades. Es un signo de los tiempos.
Sencillamente, ha cambiado la dinámica de la relación entre
Cuba y Miami, e incluso entre Cuba y Estados Unidos. Castro mantiene su fatigoso
discurso antediluviano y la represión férrea con que acogota a sus
súbditos, pero los que lo rodean ya se están preparando para un
cambio cuando el dictador desaparezca del mapa, cambio en el cual los
funcionarios comunistas de hoy procurarán obtener su parcela de poder y
de privilegios. Ha pasado en Rusia y en Europa Oriental; puede pasar
perfectamente en Cuba, no nos engañemos.
Al mismo tiempo, los norteamericanos ven cada vez más a Castro como
un déspota pintoresco y caprichoso, que ya no representa un peligro para
la seguridad nacional y que balbucea incoherencias mientras a su alrededor hay
un tráfico incesante de mercancías y de viajeros que van y vienen.
Los norteamericanos quieren que se levante el embargo y se normalicen las
relaciones con la isla. Los que no están seguros o se oponen a
levantarlo, pueden esperar al fin de Castro; ya saben que falta poco y, además,
en Washington suele imperar la paciencia.
La juventud cubana que en los últimos años ha llegado intrépidamente
a la Florida en balsa o en las lanchas de los contrabandistas, tiene una visión
completamente distinta a la del "exilio histórico'' y también
a la de la vieja guardia de la revolución. Quieren que el régimen
de la isla cambie, naturalmente, pero no tienen reparos en regresar a Cuba de
vacaciones a ver a la familia o a la mujer que dejaron atrás. Trabajan
duro o hacen mil negocios para enviar puntualmente los necesitados fulas a los
parientes. Para ellos, Castro es un personaje tan perdido en el llano como los líderes
del exilio de Miami que siguen afirmando, inexplicablemente, que Bush es nuestro
salvador.
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