CUBANET... INTERNACIONAL

Noviembre 24, 2000



Terrorista al desnudo

Daniel Morcate. Publicado el viernes, 24 de noviembre de 2000 en El Nuevo Herald

Si hubiera que buscarle un nombre definitivo al género del sainete político tal vez el más apropiado sería el de "cumbre iberoamericana'', esa reunión anual en la que gobernantes de España, Portugal y América Latina durante un par de días suscriben graves convenios que, sobre el papel, resuelven todos los problemas de la región sólo para dejarlos iguales o empeorarlos en la práctica. Madrid creó las cumbres iberoamericanas para reanudar la guerra del 98 con Estados Unidos por otros medios. Fue su respuesta a la iniciativa simultánea de Washington de celebrar sus propias cumbres americanas para promover sus intereses hemisféricos. Detrás de esta cumbritis aguda late la nostalgia de dos imperios que no se resignan, el uno, a la humillante derrota y, el otro, a una victoria despilfarrada y dudosa.

Como las nostalgias imperiales me dan vértigo, me había habituado a cambiar de canal cada vez que se anunciaba una cumbre. Era o bien hacer eso o bien echar mano a la bolsa de nilón para las inevitables arcadas. Las calles de Cartagena de Indias, las plazas y glorietas de Madrid y el malecón de la Ciudad de Panamá son más atractivos cuando no les sirven de trasfondo a farsantes de la calaña de Castro, Fujimori y Chávez, que implacablemente explotan la ingenuidad y la indefensión de sus pueblos.

Confieso, sin embargo, que me di un gustazo padre con la X Cumbre Iberoamericana que acaba de celebrarse en Panamá. Fue como presenciar la farsa de una farsa, es decir, una doble farsa por el precio de una. Pues he aquí que, como de costumbre, los mandatarios democráticamente electos de Iberoamérica, al igual que los habitantes del memorable cuento de Hans Christian Andersen Las nuevas ropas del emperador, habían decidido fingir que Castro andaba envuelto en ropaje de gobernante legítimo. Pero, como en el cuento proverbial, Castro se paseó por la cumbre con sus pellejos de tiranosaurio al aire. Y de esa manera tan suya arruinó el sainete para todos excepto para quienes, como yo, lo disfrutamos bien pertrechados de golosinas y refrescos.

La farsa comenzó a animarse cuando un grupo de exiliados cubanos aparentemente concibió un supuesto plan para ajusticiar al tirano. Al final, el plan fracasó aun antes de ponerse en marcha, lo que por enésima vez demuestra que los exiliados cubanos seguimos produciendo los "terroristas'' más ineficaces del mundo. Y que la policía castrista, que al parecer descubrió el complot, continúa siendo lo único que funciona en la caótica dictadura caribeña. Pero el conato al menos sirvió para que Castro se soltara el moño tan pronto pisó Panamá.

En el mismísimo aeropuerto, el dictador anunció cariacontecido que haría revelaciones en una posterior comparecencia ante periodistas. Horas después denunció el complot contra su vida sin siquiera haberse molestado en notificárselo antes a la presidenta anfitriona, Mireya Moscoso, ni a su cancillería. Con ese desplante nada casual, Castro daba entender que, de haber sido una cubana con vocación política, Moscoso a lo sumo sería una aplicada cederista en su gobierno de supermachos. No en vano lo más parecido a una mujer que ha habido en los círculos de poder castrista ha sido Alfredo Guevara. Y, como para no dejar la más mínima duda respecto a sus prejuicios, Castro le arrebató la botella de agua mineral a la anfitriona sin miramientos durante su archicomentada discusión con el presidente de El Salvador.

Al salvadoreño Francisco Flores le correspondió el papel del niño indiscreto que en el cuento de Andersen revela que el emperador anda en pelotas. En el intercambio con Castro, Flores se apartó del guión que durante una década habían seguido con ejemplar disciplina los gobernantes iberoamericanos en las cumbres-sainetes. Hablando por experiencia propia, le recordó a Castro los miles de cadáveres de infelices salvadoreños que tiene en su cementerio personal, el más extenso que ha acumulado gobernante latinoamericano alguno. Tanto es así que la mayoría de los asistentes a la cumbre panameña hubiera podido hacer suyo el reproche de Flores a Castro.

El momento culminante de la pantomima llegó cuando Castro y su canciller fantoche justificaron la decisión cubana de no firmar una condena al terrorismo de la ETA en España. Los gobernantes iberoamericanos le pidieron la firma a Castro porque habían llegado a creerse su propio embuste de que el dictador es uno más del grupo. A expensas del pueblo cubano, montaron esa patraña hace una década para apaciguar a Castro, cuya capacidad subversiva temen hasta el delirio, y para engañar a sus respectivos pueblos sobre sus intenciones. Y, como suele sucederles a los farsantes, terminaron por creerse su propia patraña.

Castro en cambio fue despiadado pero consecuente. Rehusó condenar a sus aliados de la ETA, a quienes siempre ha cobijado en Cuba y con quienes mantiene viejos nexos subversivos para chantajear a los gobernantes españoles. Con su descarnada negativa, Castro fue fiel a su esencia de terrorista. El sabe muy bien que a ella le debe su reinado de terror, que gracias a ella mantiene en cintura a su pueblo y cuenta con el sostén económico y el silencio cómplice de Iberoamérica. Desde su perspectiva, semejantes beneficios bien merecen el riesgo menor de salirse de vez en cuando del libreto de esas cumbres de opereta.

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