Camino
de Mihna Terra
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, noviembre - El Morón de mi niñez era tan pequeño
que cabía en un solo paseo. Del Parque Agramonte a la Estación de
Trenes no había más de quince cuadras. Sus calles no tenían
semáforos, cebras, líneas divisorias ni señales de tránsito.
Los automóviles no sobrepasaban los doscientos y los más
famosos -sin contar la motocicleta de Agustín López, el único
forense del pueblo, una Harley Davidson sin comparación- eran cuatro.
El Oldsmovile de Charles, el ortopédico, de un verde primaveral,
pasaba relumbrando en nuestras miradas infantiles. El Buick de Zanolleti, el
ginecólogo, se deslizaba mostrando su elegante porte de carro de lujo. El
Chevrolet descapotable de las hijas mayores de alguien de quien no recuerdo el
nombre volaba más que corría despertándonos una envidia
dolorosa. Pero el más famoso de todos era un dodgecito descolorido y
medio descuerejingado, propiedad de un gordo jugador empedernido que se dedicaba
a trasladar pasajeros desde el pueblo hasta Cayo Mosquito. Cayo Mosquito era un
burdelito triste de meretrices mustias y beodos agonizantes a donde los carros
refulgentes no llegaban. Estaba ubicado entre el Barrio de la Chancleta y el
Embarcadero. Pero eso ya no era Morón.
Me gustaba venir a La Habana con mi padre precisamente por eso. Volvía
a Morón describiendo las maravillas que había visto en La Capital.
Carros de último modelo, semáforos que en las noches húmedas
llenaban de mariposas en colores el negro brillante del asfalto pulido, cebras,
saetas, líneas discontinuas de una blancura casi beatífica y,
sobre todo, unas calles de largura infinita y sin baches enviruelándole
la piel. El cándido provincianismo de mi niñez deslumbrada me hacía
exagerar las peripecias para cruzar una avenida más ancha que la
imaginación. No cabía en mi cabeza el aluvión de vehículos,
la altura de los edificios, el torbellino de personas. A mi regreso era yo una
especie de magazine retrasado que narraba los últimos adelantos de una
ciudad ansiada por todos mis amigos de entonces. A esa hora el Oldsmovile de
Charles o el Buick de Zanolleti eran verdaderos catafalcos con ruedas delante de
mis historias, y las calles moroneras, verdaderas guardarrayas en medio de un cañaveral.
Con esos recuerdos un día decidí venir, definitivamente, para
la ciudad anhelada. La Habana ya no era La Habana. Las calles habían
perdido su esplendor. La monotonía de automóviles rusos de un único
modelo me permitía cambiar de acera sin que el más mínimo
sobresalto invadiera mi pensamiento guajiro. Las cebras eran una borrosa sombra
en las esquinas. Los semáforos se habían quedado tuertos, cuando
no ciegos. Los edificios, desarbolados como galeones náufragos, mostraban
sus muletas de pinotea para mantenerse milagrosamente en pie. La Habana ya no
era La Habana. Empecinado me quedé habitándola, no sé si
muriendo junto a ella. Con ella se me llenaron de cráteres los caminos,
se me exiliaron los amigos que hice por acá, se me desvanecieron los
cuentos del niño que una vez se había enamorado de ella.
Línea es un camino carretero, Malecón una vereda bañada
por el mar, Neptuno un trillo de gente taciturna que transita sin risa. Los
Cadillac y los Ford son viejos frankesteines bufando sus injertos en todas las
esquinas.
Cuando vuelvo a Morón no hablo de La Habana. Mi pueblo está
cansado de historias de fantasmas.
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