CUBANET .INDEPENDIENTE

23 de noviembre, 2000


Camino de Mihna Terra

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, noviembre - El Morón de mi niñez era tan pequeño que cabía en un solo paseo. Del Parque Agramonte a la Estación de Trenes no había más de quince cuadras. Sus calles no tenían semáforos, cebras, líneas divisorias ni señales de tránsito.

Los automóviles no sobrepasaban los doscientos y los más famosos -sin contar la motocicleta de Agustín López, el único forense del pueblo, una Harley Davidson sin comparación- eran cuatro.

El Oldsmovile de Charles, el ortopédico, de un verde primaveral, pasaba relumbrando en nuestras miradas infantiles. El Buick de Zanolleti, el ginecólogo, se deslizaba mostrando su elegante porte de carro de lujo. El Chevrolet descapotable de las hijas mayores de alguien de quien no recuerdo el nombre volaba más que corría despertándonos una envidia dolorosa. Pero el más famoso de todos era un dodgecito descolorido y medio descuerejingado, propiedad de un gordo jugador empedernido que se dedicaba a trasladar pasajeros desde el pueblo hasta Cayo Mosquito. Cayo Mosquito era un burdelito triste de meretrices mustias y beodos agonizantes a donde los carros refulgentes no llegaban. Estaba ubicado entre el Barrio de la Chancleta y el Embarcadero. Pero eso ya no era Morón.

Me gustaba venir a La Habana con mi padre precisamente por eso. Volvía a Morón describiendo las maravillas que había visto en La Capital. Carros de último modelo, semáforos que en las noches húmedas llenaban de mariposas en colores el negro brillante del asfalto pulido, cebras, saetas, líneas discontinuas de una blancura casi beatífica y, sobre todo, unas calles de largura infinita y sin baches enviruelándole la piel. El cándido provincianismo de mi niñez deslumbrada me hacía exagerar las peripecias para cruzar una avenida más ancha que la imaginación. No cabía en mi cabeza el aluvión de vehículos, la altura de los edificios, el torbellino de personas. A mi regreso era yo una especie de magazine retrasado que narraba los últimos adelantos de una ciudad ansiada por todos mis amigos de entonces. A esa hora el Oldsmovile de Charles o el Buick de Zanolleti eran verdaderos catafalcos con ruedas delante de mis historias, y las calles moroneras, verdaderas guardarrayas en medio de un cañaveral.

Con esos recuerdos un día decidí venir, definitivamente, para la ciudad anhelada. La Habana ya no era La Habana. Las calles habían perdido su esplendor. La monotonía de automóviles rusos de un único modelo me permitía cambiar de acera sin que el más mínimo sobresalto invadiera mi pensamiento guajiro. Las cebras eran una borrosa sombra en las esquinas. Los semáforos se habían quedado tuertos, cuando no ciegos. Los edificios, desarbolados como galeones náufragos, mostraban sus muletas de pinotea para mantenerse milagrosamente en pie. La Habana ya no era La Habana. Empecinado me quedé habitándola, no sé si muriendo junto a ella. Con ella se me llenaron de cráteres los caminos, se me exiliaron los amigos que hice por acá, se me desvanecieron los cuentos del niño que una vez se había enamorado de ella.

Línea es un camino carretero, Malecón una vereda bañada por el mar, Neptuno un trillo de gente taciturna que transita sin risa. Los Cadillac y los Ford son viejos frankesteines bufando sus injertos en todas las esquinas.

Cuando vuelvo a Morón no hablo de La Habana. Mi pueblo está cansado de historias de fantasmas.


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