La maleta de palo
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, noviembre - El olor de las tostadas de pan viejo la devolvió
a su infancia. Allí estaba ella: camisa azul claro, falda-short azul
oscuro, el fastidio de la corbata aprisionándole el cuello, el apremio
por llegar a tiempo al parque donde una guagua de asientos de plástico
duro le entumecía las nalgas en el viaje hasta la escuela. Allí
estaba Rogelia, su madre, que colocaba en una bolsa de nylon las rodajas de pan
que debían alcanzarle para toda la quincena. Allí estaba la maleta
de madera que esperaba porque la llenaran: una bolsita con azúcar parda,
dos latas de fanguito (leche condensada cocinadas en baño de María),
una barra de dulce de guayaba, un jabón de baño, la ropa de
trabajar en el campo, la camiseta enguatada para las mañanas frías.
Allí estaba el cordón que ataba la llave del enorme candado que
salvaguardaba sus pertenencias. Allí estaba ella en la lucha por un
futuro mejor.
Había olvidado la maleta de palo. Cinco años de Universidad y
quince de trabajo colocaron entre ella y sus recuerdos un velo que sólo
se descorrió aquella mañana de domingo en que se vio como
Rogelia, su madre, cuando depositaba en una bolsa de nylon las tostadas de pan
viejo que debían alcanzarle, también a su hija, para toda una
quincena. El futuro había llegado. Ella era ingeniera. Alcanzó el
sueño de sus padres de verla hecha toda una profesional. Ganaba
trescientos sesenta pesos y vivía "agregada" con sus suegros.
El olor del pan tostado fue el resorte que desembragó la memoria.
Cuando terminó el Preuniversitario quiso botar la maleta en que había
atesorado los mejores y peores recuerdos de una adolescencia repleta de
ausencias hogareñas. La Escuela en el Campo fue para ella libertad y
tortura. En su maleta convivían sus primeras frustraciones amorosas junto
a las preguntas que no pudo hacerle a tiempo a sus padres; se alojaban las alegrías
de sus pequeños triunfos junto a sus primeros fracasos. Quería
lanzar a la basura aquel símbolo de una primera juventud que no estaba
segura si deseaba recordar u olvidar para siempre. Fue Rogelia, su madre, ya
convencida de que tras la tempestad vendría el mal tiempo, quien la
persuadió de que la conservara. Y como casi siempre, esa vez, la madre
tuvo razón. La maleta, por mucho tiempo relegada en la oscuridad de un
closet, volvió a ser útil. Y ella la llenaba con el mismo doloroso
amor con que Rogelia la llenara tiempo atrás, para ella.
Aquella tarde su hija se colgaría al cuello el cordón con la
llave del candado, llegaría sudorosa y agitada al mismo parque donde la
misma guagua le entumecería las nalgas en un viaje hacia la escuela cuyas
aulas y cuyos naranjales le impedirían también hacerle a tiempo
las preguntas que ella tampoco pudo hacer a sus padres. La vería partir
vestida con la misma blusa azul claro, la misma falda-short azul oscuro, la
misma corbata incomodándole el cuello y se la imaginaría hecha
toda una profesional que ganaría trescientos sesenta pesos, viviría
"agregada" con sus suegros y conservaría la maleta de palo no
fuera a ser verdad la leyenda que podía leerse en la valla tras las ramas
de la ceiba del parque y donde decía bien claro: TENEMOS Y TENDREMOS
SOCIALISMO.
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