La verdad sobre mi madre
Tania Díaz Castro
LA HABANA, noviembre - Mi madre nunca paseó en quitrín.
Diariamente caminaba de su casa al despalillo, donde ganaba sus quilos. La
recuerdo a través de las persianas, joven, bonita, sonriente, cuando
halaba a toda velocidad el palillo de cada hoja de tabaco, que apenas yo podía
seguir con la vista sus manos. Corrían los años treinta y
cuarenta.
Muy joven aún mi madre se hizo comunista. Mucho después eso se
me pegó. Contaba que la historia había comenzado con la visita de
aquel hombre a la casa; hablaba de igualdad social, escuelas gratuitas y, sobre
todo, que las fábricas serían de los obreros. La familia de mi
madre quedó convencida. ¿Cómo no creerle a aquel hombre que,
aunque vestido de forma humilde, hablaba con locuacidad como los locutores de
radio y, además, venía en un auto que siempre lo esperaba afuera?
Al Partido, un mísero local de la calle Sánchez del Portal en
el pueblo de Camajuaní, provincia de Villa Clara, ingresó no sólo
mi madre, sino también sus nueve hermanos: seis hembras y tres varones, y
además mi abuela. A partir de ese momento, mi madre siempre vestidita de
limpio y perfumada se subía a los tercios de tabaco para repetir todo lo
que había aprendido de aquel visitante mulato-blanconazo, alias Blas.
Hablaba la pobre, con tanta vehemencia, humedecidos sus ojos de emoción,
que dejaba consternadas a las despalilladoras sentadas en sus puestos de
trabajo.
Pasaron los años y mi madre continuó siendo comunista. A lo
largo de su matrimonio con mi padre, entablaba prolongadas y fogosas discusiones
sobre política, porque mi padre -aunque demócrata- defendía
a Trotsky, y mi madre a Stalin. A veces, al anochecer, después que se comía
cualquier cosa, comenzaba el intercambio de opiniones sobre quién era
mejor; si el jefe del Estado soviético o aquél otro que luego fue
asesinado en México, no por orden de Stalin, pues según mi madre,
era más grande que Dios.
Más tarde, bien lo recuerdo, los sentía en la cama,
conversaban sobre el mismo tema pero en voz baja para no despertarme, mientras
allá, lejos, todos se esfumaban en el sueño.
Un día, mientras mis padres escuchaban la radio, mi madre se levantó
como un bólido del sillón y afirmó rotundamente: "Ahí
lo tienes, José Felipe: Fidel es comunista". Mi padre se quedó
estupefacto, perplejo. Eran los primeros días de enero de 1959 y Fidel
Castro había llegado a La Habana con su séquito de guerrilleros y
muchos otros que se incorporaron por el camino al no poder llegar a tiempo a las
montañas.
Mi madre hasta se sentía orgullosa de la nueva estirpe de su
apellido. Pero el tiempo, que todo lo puede, hizo que Fidel perdiera espacio en
el corazón de mi madre. Poco a poco se fue convirtiendo en un simple
caudillo con un sistema político que, como traje, le quedaba a su justa
medida.
Mi madre murió temprano, en 1973. No pudo contemplar la hecatombe del
campo socialista dieciséis años después. Sin embargo, murió
mientras auguraba el fracaso total de Fidel, mientras repetía que el
comunismo no era otra cosa que un pájaro de mala suerte aferrado a la
espalda de un desventurado soñador.
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