Vicente Echerri. Publicado el jueves, 2 de noviembre de
2000 en El Nuevo Herald
La foto de un niño que grita empavorecido frente a un soldado
enmascarado que le apunta con un fusil ametralladora recoge, sin duda, el
momento más sombrío, de mayor frustración, de la comunidad
cubana en Estados Unidos, una comunidad compuesta por gente de todas las clases,
razas, credos y profesiones que se engloba bajo la esperanzadora definición
de "exilio''. Esperanzadora porque ese solo nombre cargado de
provisionalidad contiene una promesa de regreso, de irrenunciable propósito
de volver al país que alguna vez fue nuestro y al que la opresión
nos obligó a dejar hace cuarenta años o cuatro meses, con familia
o sin ella, para prosperar --los más-- o para languidecer en la pobreza,
para recordar a diario y apasionadamente o, con simulada indiferencia, intentar
olvidar.
La condición transitoria de exiliado --presente aun en aquéllos
que, objetiva y racionalmente, ya no se proponen regresar a Cuba-- es lo que más
distingue a los cubanos que vivimos aquí y acaso lo que más
enemistades nos suscita. Que pese a todas las bienandanzas, ventajas y hasta
privilegios, que los cubanos hemos disfrutado por tantos años en Estados
Unidos, insistamos en definirnos como exiliados, es decir, como transeúntes,
confunde y enfurece a muchos que nos atribuyen el padecimiento colectivo del síndrome
de la idea fija.
Esa incomprensión o ese rechazo --con tonalidades odiosas-- se hizo
transparente en el caso de Elián González y en el asalto que --con
el pretexto de rescatar al niño-- fue víctima su familia de Miami
por órdenes del gobierno de Estados Unidos, que decidió complacer
a Fidel Castro --ignorando nuestras razones y pisoteando nuestra sensibilidad--,
contando para ello con el respaldo de grandes segmentos de la opinión pública.
El suceso sirvió, sin embargo, para resaltar nuestra peculiar situación,
reafirmar nuestro carácter de exiliados, desenmascarar a nuestros
enemigos y descubrir también a quienes nos respetan y nos quieren. Fue,
sin duda, un momento de definición que llevó a muchos cubanos a
perder la inocencia política y a darse cuenta de que no sólo éramos
mirados con recelo, sino también con odio, con más odio del que
uno podía suponer detrás de las fórmulas convencionales de
la convivencia civilizada. Habíamos sido exiliados --como grupo-- por
demasiado tiempo y no nos dejaban ahora otra opción que seguir siéndolo.
Pero sucede que un segmento significativo de este grupo --al que ningún
triunfo económico o social ha logrado que se resigne con la permanente
usurpación de su país por una mafia crapulosa-- tiene derecho a
votar en las elecciones del próximo martes, y es de esperar que el equipo
gobernante --es decir, esta administración demócrata-- que aspira
a continuar en la Casa Blanca por otros cuatro años, no obtenga ni uno
solo de nuestros votos. En algunas regiones, particularmente en el condado de
Miami-Dade, el voto de los cubanos puede resultar decisivo y hasta, quién
sabe, determinar los resultados de toda la Florida.
No es menester que los electores cubanos se ilusionen con el Partido
Republicano ni con su candidato a la presidencia. No es aconsejable que
esperemos mucho de nadie. Y si alguna lección ya deberíamos haber
aprendido es que el destino de nuestro querido país no podemos confiárselo
a ningún gobierno extranjero, ni siquiera al de nuestros amigos.
En la cita electoral del martes, no debe quedarse un solo cubano sin votar,
pero su voto no debe ser tanto a favor de algún candidato o de algún
partido como en contra de los que nos dieron sobradas muestras de su enemistad y
su desdén. No un voto por lo que los republicanos puedan hacer, sino un
voto de castigo por lo que los demócratas con saña nos han hecho,
un voto que recuerde la carita aterrada de Elián. |