Santa Efigenia, Galería Sur, Nicho 134
Rev. Pedro Crespo Jiménez, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, mayo - Sí, parece lo que es, una dirección. Allí fue enterrado el Apóstol a los ocho días de aquel domingo 19 de mayo de 1895. Con dolor, allí fueron a llorar los cubanos la caída del hombre que vestía saco y corbata negros, símbolo
de luto por ser Cuba esclava.
Dentro de aquel nicho había un cadáver con tres heridas de balas enemigas.
Una en la mandíbula, como para que no hablara más. Otra en el pecho para que dejara de amar y vivir. Y la tercera en un muslo para que jamás pudiera caminar.
Muchos signos adornaron la muerte de Martí. No le tocaron sus manos, aquella mano fina que moviera una de las plumas más brillantes de América.
Buen presagio de que su palabra escrita permanecería viva por más de cien años.
Recordar hoy la muerte del Apóstol de nuestra libertad e independencia puede ser momento y lugar apropiado para referirme a este hecho ocurrido hace ya más de un siglo al oriente del país recién iniciada la guerra necesaria que él contribuyó a organizar.
Podría inclinarme a abundar en las causas de la muerte, con mayor o menor acuerdo de opinión histórica, y especular con veracidad todo el conjunto de circunstancias que lo condujeron a perder la vida en ese momento oscuro, en medio de la humareada batalla. Pero sé que
no es ése el ángulo que me corresponde, por no ser historiador.
Sí me parece necesario apuntar a este hecho histórico, a la luz de lo que podría apreciar con pupila inquieta a partir del suceso.
Martí, expuesto su entendimiento y voluntad a ofrecer cada día de su vida como ofrenda a la patria, nunca escatimó el valor para asumir el compromiso contraído con sus palabras, pensamientos, sentimientos y las buenas obras de organizar los hombres para el bien común.
Es así como decide, en contra de autorizadas opiniones, correr el riesgo de incorporarse a la acción militar, como vía para alcanzar sus sueños de independencia y libertad. Y en esta vivencia se hace presente el riesgo de enfrentar la muerta inminente. Comienza
entonces a establecer un diálogo con su alma, y dice:
"La divina claridad del alma aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar explica la constancia y júbilo con que los hombres se ofrecen en su sacrificio".
Así refiere su experiencia por la cercana muerte de Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, cerca de Baracoa, en 1895.
Interpelado por sus palabras, los días cercanos a su muerte, recordemos asomarnos con decoro a la nobleza prodiga con esmero en el sacrificio de su vida.
Comprendamos la necesidad de asumir el valor de la entrega de los que saben cumplir con paz espiritual la misión a la que se sienten llamados, además de las abiertas rosas blancas que se esparcen junto a su obelisco en Dos Ríos.
Nosotros, convocados con urgencia por Dios y por el clamor de la patria que a diario ve partir a sus mejores hijos en busca de libertad y mejores horizontes, y de los que aquí piden justicia y respeto a los derechos humanos y a su dignidad plena, porque quieren cumplir con los preceptos
del evangelio del amor.
Todos deseamos agradecer al Señor tu divina estrella de profeta, y regalarte, con la mirada limpia de rencores y el corazón purificado de odios, toda la verdad de nuestras vidas, y así poder cantar con libertad las bendiciones que Dios tiene reservadas para los hijos de esta
tierra, de la que pediste te llevaran a morir en un carro de hojas verdes.
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