La maestra Marcia
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo - Los zapatos de Marcia son una ruina. Cada mañana ella los limpia con cuidadoso esmero. Aspira a que no se note demasiado su deterioro. Tiembla con la idea de que puedan terminar de rompérseles. No puede faltar a la escuela y los zapatos no soportan más.
Ya son más remiendos que suelas, más zurcidos que correas. ¡Buenos que les han salido! Desde que comenzó el curso no se los ha quitado ni un solo día. Cuando tuvo dinero para comprarse los sustitutos se dio cuenta de que su hijo estaba también al borde de
la descalcés, y prefirió salvar los pies y la honra del niño. Entre adultos la cosa se disimula; los niños, en su inocencia, resultan crueles, se burlan. De ella no se burlarían, es la maestra.
Lleva muchos años impartiendo lecciones en una escuela de primera enseñanza. Ha sido seleccionada maestra destacada y ha recibido diplomas de vanguardia. Sus alumnos la adoran porque es dulce, cariñosa y los enseña con dedicación. Los padres se sienten
satisfechos con ella. La dirección del colegio la considera una de las mejores, de las más capaces, de las que obtiene óptimos resultados. Pero Marcia no tiene zapatos. Su salario no rebasa los quince dólares por mes y no existen zapatos de tan bajo precio.
Mi maestra Alejandrina era alta y rubia y elegante. Llegaba olorosa al aula. Las uñas rosadas volaban con gracia sobre el pizarrón. Sus altos tacones ponían como una música acompasada sobre el piso. La ropa, pulcra, daban deseos de imitarla. Cuando arribaban las
fechas señaladas no sabíamos qué regalarle. Un creyón de labios era suficiente para verla sonreír. Con una rosa, danzaba entre nosotros y la agradecía revolviéndonos el pelo. El aroma de un pequeño frasco la hacía sonrojarse y
quedarse sin palabras ante el niño obsequioso. Era una fiesta poder agradarle a la maestra. Cualquier pequeñez era símbolo de amor y de respeto. Alejandrina no necesitaba más que un gesto de cortesía para saberse muy importante entre nosotros.
Quizás no tuviera riquezas para parecer una reina entre sus niños, pero siempre llegaba retocada en su belleza, brillante en su pulcritud, radiante en su alegría. No la vimos padecer por una blusa manchada, por un zapato estropeado. Era nuestra princesa y nos contaba las
historias de los héroes, y las cuentas difíciles, y las letras enmarañadas, como si fueran cuentos de hadas.
Marcia se vuelve hada ella misma. Tiene que inventarse la alegría cuando sus labios pálidos se empeñan en redondear una vocal, cuando su falda de todos los días se decolora, cuando sus zapatos se empecinan en desobedecer a su pobreza. Una sombra de vergüenza la
sobrecoge cuando una madre, solidaria y avisada de su precariedad, convoca a las otras madres para hacer una "ponina" (colecta), veinte pesos por niño, para regalarle este segundo domingo de mayo unos zapatos a la maestra Marcia.
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