La pancharuca
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, marzo - Un amigo cubano que vive en Miami y andaba de paseo por La Habana me regaló una nueva palabra, que es a la vez un concepto y al mismo tiempo una joda.
La pancharuca no es una fiesta como su sonoridad puede sugerir -me dijo. Tampoco es una receta de cocina con nombre criollísimo como, a primera vista, puede parecer. No es un instrumento musical de origen africano como nuestra supuesta cultura descubre, rescata y pone en boga a cada rato.
La pancharuca es una actitud. La adoptan aquellos exiliados que, por tanto tiempo sin coger el sol cubano y saborear el fufú de plátano, la nostalgia los acogota y hacen las más increíbles concesiones con tal de que papá Fidel los deje entrar otra vez, aunque
sea de visita, a la Isla que una vez abandonaron.
Proponen diálogos conciliadores, inventan brigadas para venir a trabajar en labores agrícolas, presentan proyectos culturales, conceden entrevistas a periodistas en las que alaban las virtudes de la revolución, hacen programas radiales procastristas; en fin, cualquier cosa
para que la Oficina de Intereses de Cuba allá en el "Norte revuelto y brutal" no les niegue una visa para venir a su propio país.
La pancharuca es eso: no hablar mal de la revolución cubana ni en el baño de su casa para que acá se olviden de que una vez se despepitaron por largarse.
La pancharuca es también olvidarse de que una vez les dijeron esbirros, gusanos, agentes de la CIA, traidores, escorias y echar a la espalda las ofensas pasadas porque lo importante es volver a ver la glorieta del parque en Manzanillo, los elevados de Ciego de Avila, el salto del
Hanabanilla, antes de que Fidel los entierre en Miami o California.
La pancharuca, desde el punto de vista semántico, no procede del griego, ni del sánscrito ni el latín; viene de la vieja costumbre española y aplatanada aquí de decirle pancho a los Franciscos y luego ponerle el apellido de un periodista de la emisora Radio
Progreso Alternativo a quien le vendría mejor trabajar junto a Julio Batista, acá en Infanta y Humboldt y por lo menos protegerse de los ofensivos piropos que le envían otros cubanos a su programa en Miami. Si aquí existe un Radio Progreso con tremenda onda de la alegría,
¿para qué tiene él que estar allá si dice lo mismo que los de aquí? ¡ah, pero ése es el encanto de la pancharuca: vivir en el monstruo y hablar mal de él!
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